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Hagamos un experimento. Vaya usted al supermercado. Mire los productos. Quien se los vende tiene obligación de explicarle dónde se han obtenido, quién los ha preparado, y qué ingredientes contienen. ¿Se llevaría usted a la boca un yogurt que se encontrara en un banco, dentro de un vaso de cristal, sin etiqueta, ni fecha de caducidad? Si lo hiciera, al menos, sería consciente de que está asumiendo un riesgo para su salud. Sin embargo, pasemos a hacer la parte B del experimento. Mire una red social. encuentre una publicación con muchos me gusta. Compártala si le parece de interés. Y luego pregúntese. ¿Quién ha sido el primero que ha escrito esto?, ¿cómo?, ¿qué fuentes ha usado? Qué coñazo, ¿verdad? No tenemos tiempo para eso.

Como parte final del experimento, cuando usted esté en un bar discutiendo sobre cualquier tema y alguien le pregunte por cómo ha obtenido la información, examine su respuesta. Si usted contesta “en Facebook”, “en Twitter”, en “internet”, o similar, en realidad no tiene ni pajolera idea de quién le está contando la película. Esa respuesta es tan concreta como “palabras” para la cuestión, “¿Qué es lo que te ha dicho el médico?”; “un ser vivo”, para responder a “¿con quién quedas esta noche?”; o “bebida”, para solicitar una copa en un bar.

Asumimos mensajes sin saber quién los formula, ni qué intereses tiene, sobre todo si refuerzan nuestros puntos de vista. Abrazamos cualquier información que avale nuestras tesis como si fuera un Evangelio sin preguntarnos nada más. Y es una buena frase hecha, porque no es la Biblia precisamente un ejemplo de rigor narrativo. La conclusión de este experimento es que no somos suficientemente escrupulosos como consumidores de información.

Necesitaríamos desarrollar un instinto de “asco” a la imagen del muñeco rojo de Del Revés. Y ojo, el riesgo de tomarse un yogurt en mal estado es grave, pero el de ingerir sin espíritu crítico cualquier producto de la era digital no lo es menos. Es preferible una gastroenteritis que convertirse en una marioneta indefensa ante cualquier abuso. Tenemos una enfermedad social: la información superficial, sesgada o directamente falsa, que se está extendiendo. Tan grave como la contaminación del aceite de colza. Pero no cuesta vidas. Cuesta pobredumbre moral y cultural. Y derechos.

No hay especial problema porque a usted le guste la comida basura y la consuma, si lo hace conscientemente. Hay gente para todo. Pero no deje que le den gato por liebre, ni McDonalds a precio de Aponiente. Exijamos una trazabilidad informativa. Saber quién nos cuenta las cosas. Y exijamos periodismo. Y si a usted le apetece hablar con alguien sobre este tema y su contertulio le pregunta, recuerde que esta opinión, le guste o no, la leyó en lavozdelsur.es.

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