Los valores del campo

A mi padre, en el primer verano sin él y a Paco Casero, mi inspiración y la de tantos defensores del mundo rural

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Catalina Madueño Magdaleno

Los valores del campo
Los valores del campo

Casi siempre nos marca mucho en nuestra forma de afrontar la vida, lo que hemos vivido en nuestras casas en la infancia y la adolescencia, cómo han sido las relaciones con nuestra familia y con el entorno y cuáles han sido los valores en que te han educado tus padres.

En mi casa, en Montoro (Córdoba), siempre se había vivido del campo, mi padre y sus tres hermanos varones trabajaban juntos las tierras y olivos heredadas de sus padres, que no eran muchas, las que ellos adquirieron juntos a lo largo de su vida, y trabajos para otros vecinos del pueblo con la maquinaria que también tenían en común. Mi madre y mis tías, siempre convivieron y no recuerdo ninguna discusión o disgusto importante en mi casa nunca. Una vida de mucho sacrificio y trabajo duro en la que no cabían las vacaciones y dónde todos, grandes y chicos, arrimábamos el hombro. La participación de los que no éramos aún adultos, mi hermano y mis primos y primas, que estábamos estudiando casi se restringía a los periodos vacacionales o algún fin de semana, pero sobre todo en verano.

Una organización sin horarios ni tareas aparentemente preasignadas que estaba marcada por un enorme respeto al trabajo, a quienes realizaban las tareas más duras y a los mayores, a los que jamás se rechistaba ni discutía, aunque refunfuñáramos por lo bajini. Cuando contaban con nosotros, niños o jóvenes, nos sentíamos importantes de colaborar y yo recuerdo de la mayor parte de los veranos y primaveras de mi niñez, los episodios de participación en tareas como sembrar o “sacar” patatas, que se hacia por la mañana temprano y luego tenía el premio impagable de una sartenada de patatas nuevas fritas con huevos, el desayuno más delicioso que guardo en mi memoria.

También íbamos a aclarar pipas ya que la sembradora era de chorrillo y si las plantas salían muy juntas no progresaban los girasoles y las pipas eran demasiado pequeñas. Repartidos por hileras, mis primos y primas y yo disputábamos por no ser quien se quedaba el último o la última mientras aprendíamos agronomía aplicada. Un apartado especial lo tenia el cultivo de garbanzo, de secano en la campiña, cultivo delicado donde los haya, que había que cuidar mirando al cielo para que no se “enrabiaran” y salieran tiernos, y nuestras colaboraciones se limitaban a hacer peso sobre el trillo al trillarlos en la era para separar los cascabiles de los garbanzos o garbanzas, o cuando estaban listos para recogerlos en el campo y había que guardarlos de noche para que ningún amigo de lo ajeno tuviese la tentación de llevárselos. Mi padre, cuando le tocaba a él guardarlos, cansado del día de trabajo, daba cabezadas dentro del coche y yo, que era la mayor de mi casa, subida al capó del Land Rover, le avisaba si veía luces de otro coche acercarse. Que orgullosa me sentía de tan altas responsabilidades con 10 o 12 años!!

Cuando nos dejaban, colaborábamos en el aventado de trigo y garbanzos, del que se obtenían importantes subproductos de uso en los gallineros y cochiqueras, para alimentación, limpieza y nidos, y luego cerniendo los granos para su clasificación de uso humano o para los animales. La enseñanza más importante, que todo tenía varios usos, los residuos a tirar o eliminar eran casi inexistentes, todo tenia aplicación y era valioso dedicándole algo de tiempo y esfuerzo. Y a los animales se les tenia limpios y se les trataba bien, y criábamos gallinas, cerdos y hasta conejos, importantísimos en la alimentación de la casa, por la carne y huevos que proporcionaban.

También constituye un capítulo aparte la matanza de los cerdos y la recolección de la aceituna, que recuerdo como vivencias únicas de convivencia y trabajo en equipo y en las que cada uno aportaba en función de su fuerza y capacidad. Y el cuidado del huerto familiar, que hacían siempre a última hora del día cuando volvían del campo, según llegaban se iban incorporando, y allí, criaban tomates, berenjenas, pimientos, alcachofas, cebollas, ajos, coles y coliflores, habichuelitas, calabazas, calabacines, carruécano (o marrueco), pepinos, melones, sandías, y las patatas, en su tiempo. El huerto tenía también una alberca pequeña de agua fresquisima en la que no nos dejaban bañar, romeros y tomillos, con un rosal de enredadera de rosas de pitiminí que cubría la alberca  y la entrada dando aroma y belleza natural a tan productivo espacio.

De estas producciones del huerto envasadas en frito o crudo por mi madre y mis tías, más la matanza del cerdo y el resto de animales que se criaban, más el elenco de tipos de aceituna deliciosas endulzadas y aderezadas y el aceite de oliva constituían la base de nuestra alimentación, sencilla y deliciosa aunque poco variada según épocas.

Todas estas vivencias que marcaron mis inquietudes profesionales, son la base de mi persona y orden moral, como tantos hombres y mujeres criados aquí, dónde destaca por encima de todo el respeto por el esfuerzo compartido y el trabajo honesto, la puesta en común familiar de las decisiones, la racionalidad en el uso de recursos y el sentido común, y la prudencia en la parte financiera, principios máximos del agricultor y agricultora y del ganadero y ganadera de nuestras tierras y montes. Y aunque hoy hay muchas cosas que hacen muy diferente el trabajo en el campo y el monte, así somos porque de ahí venimos. Gente con valores, los valores del campo.

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