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Aquel 21 de Enero  había quedado con Elsa en el apartamento de Cádiz, en el Paseo Marítimo, para decidir el rumbo de nuestra relación. No quería ser visto, pero aquella tarde, tan pronto como llegué, me topé con un chico, que debía ser un estudiante, uno de los pocos que estaban allí en invierno. Le pedía a otro joven que subiera a  ayudarle a algo.

Elsa no llegó, y cuando intenté dormir, no me lo permitieron la inquietud ni los ruidos de algún vecino. Pasé horas junto a la ventana, con la leve ilusión de verla aparecer. En cambio vi al mismo chico salir con ropa deportiva y una mochila a correr. También lo vi entrar, oí puertas, mover muebles y vuelta a salir con la mochila a correr. Quise subir a partirle la cara y descargar en él mi ira, pero no sabía exactamente cuál era su piso y no debía hacerme notar. Cuando bajé por tabaco, el imbécil, con la misma pinta, tomó un taxi.

Una semana después, mi mujer, horrorizada, me mostró  un periódico: En el edificio de nuestro apartamento, en Cádiz,  el día 21, José Juan, un estudiante de medicina,  había golpeado en la cabeza, con la pata de una mesa rellena de arena a Javier, su mejor amigo, tras taparle los ojos, con la excusa de probar el sonido del equipo de música. Seguidamente lo acuchilló hasta matarle. Lo descuartizó y transportó en una mochila, hasta unas obras en el espigón de la Punta  de S. Felipe.  Conservó las manos en formol y envió una carta a los padres pidiendo doce millones de pesetas (72.000 euros) como rescate de su hijo supuestamente secuestrado.

Tardé en reponerme. Aquella noche de 1989, Javier perdió la vida, el asesino perdió a su mejor amigo; el prestigioso arquitecto que diseñó nuestro edificio y su mujer, perdieron un hijo. Y yo, perdí a Elsa. Afortunadamente, nadie me citó sobre el caso, hubiera perdido también a mi mujer.

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