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Antes de partir y atravesar desierto y mar durante cien días con sus madrugadas, le contó a su hijo la historia de Macondo. Se la susurró al oído, en una vigilia de tensión y nervios. Aquel cuento le impulsaría como un resorte cuando faltaran las fuerzas y el sol golpease como un enemigo con cuentas pendientes. Habló de los gitanos, del hielo, los imanes y cientos de inventos que se extendían a través de una tierra infinita a la que se arribaba tras cruzar un Estrecho y alcanzar una playa de arena blanca y fina.

En Macondo no existían las enfermedades incurables y unos carruajes techados de varias ruedas y propulsados por un motor llevaban a los niños cada mañana a una escuela en la que no había lluvia ni vientos capaz de derrotar sus paredes.

Por eso marchaban, por eso dejaban a padre y hermanos para —tras mucho intentar de otras formas— subir a esa barca vencida de madera una noche oscura y fría de mediados de enero. Lo hacían junto a más de una decena de personas, mujeres y hombres, jóvenes y fuertes. Al zarpar, el cuarto menguante de la luna iluminaba tímidamente el monte en el que habían permanecido escondidos los últimos días. Hasta que una ráfaga húmeda de aire le arañó el rostro y supo, en mitad de un paisaje negro, que acababan de abandonar el continente.

Cada golpe de ola estremecía la barcaza con un crujido seco de astillas rotas. Los adultos rezaban mientras los pequeños lloraban. Lamentos que silenciaba el rugido del temporal, que venció la batalla desigual y volcó la rudimetaria embarcación y a sus pasajeros, hundidos entre vaivanes en la profundidad. Incoloros, desgastados y mutilados llegaron con el transcurrir de los meses los cuerpos a la orilla. El pequeño de los cuentos oídos en la vigilia arribó en una playa de arena blanca y fina, tal y como le prometió su madre, cuyos restos aparecieron al otro lado del mundo, separada por cientos de kilómetros de su hijo.

Los jóvenes y fuertes, los que conservaron la entereza a pesar de la bravura e intolerancia del Mediterráneo, surgieron de las profundidades en las mañanas de lunas distintas. Hinchados por la travesía sin rumbo, cada cual en un rincón y un mes diferente. Bolonia, Camposoto o altamar se convirtieron en el camposanto improvisado de quienes querían empezar a vivir. Mientras, en Macondo, la rutina siguió inalterable e indiferente. Ajenos a los escupitajos de la mar que esparcía los sueños, las historias de vigilia y recordaba las vergüenzas de un Occidente sin alma.

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