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Ya llegó el verano. Y con él, el bocata crujiente cuando salta el levante y el bata-pareo si sopla el poniente.

Ya llegó el verano. Y con él, el bocata crujiente cuando salta el levante y el bata-pareo si sopla el poniente. Con sus calores, el termómetro a 40ºC y su tinto Don Simón. Y, por supuesto, con sus crónicas estivales, ésas que se suceden en bucle cada solsticio de verano y que observo a la sombra, manteniendo la melanina intacta.

Así, apostaría que ya hay algún parapentista con riesgo de pegársela en Algodonales; los pastos de San Roque a punto de arder; y los coches, llenos de bártulos, cruzando la península camino del paso del Estrecho. Los ayuntamientos regenerando de arena sus playas dañadas por el temporal; el señor de los pollos asados comprobando el termostato del horno; la Royal Navy trazando la línea que invadirá aguas territoriales; y la ola de calor africana avanzando lentamente hacia el norte. Hasta los fardos se están empaquetando para lograr su flotabilidad punta; Sanlúcar puede que haya empezado a cribar las Piletas; y hasta las cañerías de Costa Ballena comienzan a estar a medio gas. Y como no podría ser de otra manera, Valdelagrana espera con ansias la invasión jerezana.

Un verano más, uno nuevo o, tal vez, el mismo de todos los años... ¿Le sonará verdad? Otro igual o tal vez uno diferente... Imagina que hay un giro inesperado, que la brújula pierde el norte y las crónicas son fruto del sueño de una febril noche de verano.

Pongamos que en lugar de Costa Ballena, quien se queda sin agua es el Estrecho de Gibraltar, debido a la continua regeneración de arena en sus playas. Tanta que hace encallar a la Royal Navy y a la Guardia Civil, provocando además que la Operación Estrecho se haga en parapente del Peñon al monte Musa. Agravada la situación por la ola de calor subsahariana, en lugar del señor de los pollos asados quien se achicharra -cual Ícaro- es el parapentista, que con alerta amarilla por levante no se estampa en Algodonales sino cerca de San Roque, iniciando varios conatos de incendio. Las llamas y la humareda impiden al narco subir por el Guadarranque, forzándolo a bordear la costa gaditana hasta acabar en la desembocadura del Guadalquivir. Allí se entretienen comprando unos pastelitos en la playa e ignoran el interés que han despertado los fardos en los caballos de las carreras de Sanlúcar, quienes tocotó tocotó, cual jaca -hasta la crin de farlopa- galopan y cortan el viento, cuando pasan por El Puerto, caminito de Jerez -no sin antes darse un bañito en Valdelagrana-.

Todas estas cosas había una vez, cuando yo soñaba crónicas de verano al revés. O, al menos, de enrevesadas maneras.

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