El Mundial de Qatar: por qué me voy a tragar un evento que me asquea

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Licenciado en Periodismo y Máster en Comunicación Institucional y Política por la Universidad de Sevilla. Comencé mi trayectoria periodística en cabeceras de Grupo Joly y he trabajado como responsable de contenidos y redes sociales en un departamento de marketing antes de volver a la prensa digital en lavozdelsur.es.

Estadio de Lusail, sede del Mundial de Qatar, en una ciudad ubicada en pleno desierto.
Estadio de Lusail, sede del Mundial de Qatar, en una ciudad ubicada en pleno desierto.

Cuando mi padre hacía la mili, calculaba cuánto le quedaba para acabar según el número de tours de Francia que se celebrarían. Como unidad de medida, el deporte. A fuerza de ADN e influencia diaria, y como ya he pasado los 30, soy consciente de que no es que me parezca más a mi pare, sino que siempre me he parecido sin saberlo, como nos pasa a todos.

Mi relación vida-eventos deportivos tiene mucho que ver con ser capaz de situar en años concretos cualquier cosa que quiera recordar. No sería capaz de recordar cuándo comencé a salir con aquella chavala en la Universidad, pero sí que recuerdo que nos íbamos conociendo mientras de fondo empezaba el Mundial que ganaría España. Por lo tanto, 2010.

Podría dar mil ejemplos más sobre cómo mi incapacidad absoluta para pegar una patada al balón en el recreo y mi muy aplaudida —por mi mare, mi pare y los vecinos a los que estos les contaban— capacidad para recordar los nombres de las estampitas de fútbol con unos 6 o 7 años fueron desembocando en que lo mío era ser periodista y que de ahí no salí, o que en el Subbuteo recreaba el Xerez-Gramanet de alguna liguilla de ascenso a Segunda porque uno era friki antes de que se inventase la palabra.

Y por estas cosas, al final, me veré el Mundial de Qatar. Un Mundial que me repugna por todo lo que significa. Por cómo se ha realizado. Investigaciones periodísticas hablan de 6.500 muertos por las condiciones de semiesclavitud de migrantes de los países más pobres de Asia para construir estadios. A eso se suma que no podemos convalidar, aplaudir o ignorar los atropellos diarios a mujeres, personas de colectivos LGTBI y desprecio general a derechos humanos básicos. Pero aquí estamos.

Uno lo ve como un puro católico sigue adelante cuando aún sabe que está cometiendo un pecado, esperando que esa vez sea la última y que alguien acabe perdonando algo. Y todo aunque no entiendas si realmente ese pecado hace daño a alguien. Con culpa de niño en catequesis. Porque seguiremos adelante.

¿Cambiaría algo que yo, sujeto individual, deje de ver el Mundial? No. ¿Cambiaría algo que las audiencias se redujeran en un 30 o un 40%? Sí. ¿Estoy dispuesto a poner mi grano de arena tratando de que entre todos formemos un desierto? La respuesta es que vivimos en soberanas contradicciones cuando cogemos el coche innecesariamente mientras envenenamos nuestro entorno. Y que el título del artículo es engañoso, porque de fondo no tengo razones más que un deseo de quedarte con lo bueno de la vida. No hay más porqué que ese.

El Mundial es parte de la vida de cualquier aficionado al fútbol. El fútbol, lo más importante de entre lo que no importa nada, al menos en la vida de los que solo son espectadores.

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