El rey Juan Carlos, con Felipe VI y Doña Sofía, en una imagen de archivo. FOTO: TVE
El rey Juan Carlos, con Felipe VI y Doña Sofía, en una imagen de archivo. FOTO: TVE

El monarca está triste, ¿qué le pasará al monarca? Tradicionalmente, los pesares y anhelos de cualquier rey han sido también los pesares y anhelos de los buenos súbditos, de aquellos plebeyos amantes de la sangre azul dispuestos a sufrir junto a sus monarcas. Si su majestad estaba inquieto porque no acababa de salirle esposa entre sus primas hermanas, el buen plebeyo sufría insomnio por él, preocupándose por las largas noches solitarias que, imaginaba, su rey estaría padeciendo. Si el rey perdía tierras en alguna guerra personal, los campesinos que eran buenos súbditos sentían la pérdida como propia a pesar de no tener más tierra que la que sus pies pisaban trabajándosela a algún amigo del monarca.

En la España de hoy, con trenes de alta velocidad, fibra óptica, canales de pago y posibilidad de encargar paella a domicilio, hay cosas que no cambian. Medio país está triste, y es que su majestad se siente decepcionado. El Gobierno, responsable constitucional de decidir a qué bolos va o no su majestad, decidió dejarlo aparcado en palacio durante la entrega en Barcelona de los despachos de los nuevos jueces. Una reunión al máximo nivel de togas en la que a Felipe VI, al contrario que a su padre desplazado 8.000 kilómetros para no cruzarse con uno, le hubiese encantado estar. La genética borbónica es un enigma. Como suele pasar en España –pasa en realidad en cualquier lugar en el que la propaganda suela ganarle la guerra a la realidad– miramos el dedo y discutimos sobre su tamaño, inclinación, rigidez y limpieza de uña, sin importar demasiado lo que el dedo esté señalando. Y tras este caso, tras la polémica entre Gobierno, Casa Real y CGPJ, el dedo está señalando un problema que sería grave con una salud democrática adecuada: el Gobierno de los jueces ejerce desde hace dos años de forma ilegítima por el bloqueo del PP.

El rey no tiene la libertad de decidir a qué actos institucionales va o deja de ir –es el Gobierno quien lo refrenda–, pero sí tiene la obligación de defender en sus discursos la legalidad vigente. En una situación anómala como son dos años de bloqueo de la renovación del Gobierno de los jueces, con una derecha perdedora en las urnas que usa el poder de la justicia como oposición a lo votado, la Casa Real guarda un silencio que, después de otros capítulos de enfrentamiento al Gobierno, empieza a parecerse demasiado a un posicionamiento. El mismo silencio que guarda en torno a esta situación anómala del CGPJ es el que guardó cuando, en plena deslealtad política de la derecha durante la gestión de la peor crisis sanitaria del siglo, no vimos a Felipe VI hacer su trabajo y salir a pedir un poco de unidad –lo menos que se le pide a un Borbón en lo laboral–. En contraste con su diligencia con el asunto catalán, tampoco lo vemos ahora pedirle a la derecha que levante un bloqueo que hace del Gobierno de los jueces una institución ilegítima en este momento. Árbitro en unas ocasiones y espectador en otras. Siempre, eso sí, el mismo modus operandi que lo convierte en muleta de la derecha más que en muleta del Estado.

El trabajo del rey –está bien recordarlo en un país en el que el líder de la oposición dice cosas como que “a Felipe VI lo han votado los españoles, pero a Pablo Iglesias no”– es obedecer al pueblo español, que se pronuncia mediante las urnas. El papel del rey –su majestad tiene que entenderlo por muchas ganas de hacer política que tenga– es el de ser un busto que el Gobierno de turno al frente del Estado coloca en un lugar u otro democráticamente. Y sin rechistar. El trabajo del rey no es maniobrar haciendo llamadas a quien le apetece, ni es provocar conflictos con el Gobierno, sino trabajar a su lado para evitarlos. El papel del rey no es filtrar si está triste o no en función de unas decisiones que no le corresponden ni van con su cargo. Su papel es acatar. Dentro de la gran preparación monárquica de Felipe VI, parece que hubo alguna clase a la que no acudió.

La ausencia del rey en la entrega de despachos en Barcelona no es la primera ni la más grave ausencia de un rey Felipe VI que parece confundir jefatura del Estado con ejercicio de la política por acción pasiva. La ausencia del rey viene de lejos y el caso del bloqueo del CGPJ por la derecha es solo un ejemplo más. Cuando su majestad acate las órdenes del Gobierno elegido democráticamente sin rechistar, cuando reme para solucionar la anomalía de que uno de los poderes del Estado lleve dos años ejerciendo de manera ilegítima, entonces y solo entonces será buen momento para que su presencia, su busto colocado por el Gobierno donde considere, legitime los actos que sean necesarios. Mientras tanto –si es cierto que está tan preparado como dicen debería saberlo– lo que le toca es dejarse de hacer política y, como le dijo su padre a un líder extranjero elegido en las urnas, callar.

Artículo publicado originalmente en CTXT.

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