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En los tiempos de los vuelos baratos y los trenes de alta velocidad, me pongo a recordar cómo eran los viajes en coche cuando era pequeño. Cuando un billete de avión era un lujo y los vagones, además de incómodos, eran lentos. En verano se producía el mítico fenómeno de ir al pueblo o a la playa. Toda España se movilizaba, al igual que ahora, para atascar las carreteras, con una salvedad importante: ni los coches ni las carreteras eran lo que son.

Siempre conducía papá. Por el motivo que fuera, él siempre estaba al volante, era su cometido dirigir a la manada a través del desierto hacia los dulces manantiales del periodo vacacional. Normalmente era julio o agosto y, no hace falta que os lo diga, los coches no tenían aire acondicionado. Ahora es impensable recorrer el camino que te lleva de casa al supermercado sin poner el habitáculo a ocho grados menos que el exterior. Es curioso, pero no recuerdo una sensación asfixiante de calor cuando cruzaba todo el país a lomos de un microondas con ruedas, un 13 de agosto. No viene a mi cabeza nada malo de aquella experiencia que se repetía cada año. Ni siquiera del ambiente 'niebla de Londres' que creaban los paquetes de Ducados de mis padres porque no se podían abrir las ventanillas, ¡es que íbamos a 100! El Talbot Solara no daba para mucho más.

Un viaje en coche era toda una aventura, empezando porque había que salir temprano para combatir el calor. En mi caso, nos esperaba un paseo de 900 Km. hasta el pueblo de mi padre, en Navarra. A las cuatro de la mañana ya estábamos bajando las maletas. Para un niño de nueve años era todo un logro sentir el fresco de la noche en la cara, te sentías mayor, casi como cuando te fumabas los 50 cigarrillos de forma pasiva. Casi. Sabías que las reglas cambiaban, era un ritual: paradas en sitios predeterminados que eran checkpoints del 'todavía queda' o del 'ya casi estamos'. Las reglas cambiaban porque, en esas paradas, te caería algún batido o algún dulce tradicional de la tierra o, con suerte, algún engendro de plástico carísimo lleno de bolitas de anís. Eso con suerte. Con mucha suerte, tu padre se rascaba el bolsillo y compraba un cassette de Julio Iglesias que le gustaba a tu madre. Con muchísima suerte, iba acompañado de una cinta de los mejores chistes. Maldita sea mi suerte. Sopa de Caracol, ¡hey! -Eso ha sido una neurona que se ha cruzado al recordar el tema-. Las navajas de Albacete se quedaban fuera del alcance, por edad y por precio. Ahora que puedo, las miro con anhelo, como deseo primitivo de una época pasada, pero nunca compro ninguna. Que por cierto, qué grande es Albacete, porque en Córdoba ya te vendían navajas de allí.

Notabas los baches porque las carreteras eran una mierda. Pero siempre estaba tu padre, con alma de explorador, buscando un atajo a través de tal o cual pueblo sin el beneplácito de tu madre. Y nunca reconocía que se había equivocado, que era más largo. Las gasolineras eran sólo gasolineras, exceptuando algunas ventas con personalidad, no eran establecimientos corporativos y clónicos. Solía ser un viaje pintoresco y educativo.

Como no había pantallas para distraerse, mirabas a la pantalla lateral que te ofrecía la ventana del coche. Observabas los mojones de la carretera, contabas los kilómetros que marcaban y los cantabas en voz alta: “ya llevamos 123 Km. en la N-IV” y a  todos se les hacía eterno. Imaginabas que alguien corría al lado del coche e iba saltando los hitos, o de coche en coche por delante del vuestro ¿o sólo lo hacía yo? Observabas fijamente a la luna. Siempre iba por delante y preguntabas a tu padre. Preguntabas todo. Estaba el sempiterno Veo Veo y la respuesta siempre era “carretera”, “árbol” o “túnel”. Luego llegaron los juegos de viaje: cajitas pequeñas llenas de fichas minúsculas a las que era imposible jugar. Además, si te concentrabas demasiado, corrías el riesgo de marearte. Tu hermano se había tomado la Biodramina, pero ni por esas; otra vez vomitando y a parar. Por lo menos tomabas aire fresco.

Lo que recuerdo con más cariño era lo de tumbarme en el asiento trasero, dormir y despertarme al amanecer en otra parte de España: '¿Dónde estamos?', 'En Despeñaperros, ya vamos a parar'. Se me ponen los vellos de punta. Un cafelito para los papás, un Okey para los niños, una mirada a las navajas, a hacer 'pipí' y a correr. Ibas en la parte de atrás como si fuera una jaula del zoo: te sentabas, te ponías de rodillas, te asomabas entre los dos asientos delanteros, encerrado pero libre. Los cinturones y los sistemas de sujeción acabaron con todo eso. Ahora los niños van mejor amarrados que en un transbordador espacial. Hemos perdido toda la diversión, pero hemos ganado en seguridad. Porque la otra cara de la moneda de la idea romántica del viaje en coche en los 80 y 90 era la inseguridad en el tráfico. Por suerte, los coches son mejores, hay autovías, comodidades de todo tipo y DVDs portátiles. Pero sobrevivimos a todo aquello y a los que nos hemos quedado, que nos quiten lo bailado. O lo rodado.

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