Jóvenes bailando durante la celebración de Jerez-África, en una edición anterior.
Jóvenes bailando durante la celebración de Jerez-África, en una edición anterior.

A estas alturas todos y todas nos hemos dado cuenta ya de que, cuando estamos privados de algo, es cuando lo valoramos de verdad. Una de las cosas que más he echado de menos durante este confinamiento es poder comer en mis restaurantes favoritos, lo confieso. Me encanta comer y en los bares a veces soy como Meg Ryan en Cuando Harry encontró a Sally: me quedo con los ojos vueltos agarrada a la mesa. Se me inunda la boca de saliva sólo de pensar en el olor a tandoori y el arroz especiado del Noor Mahal, restaurante hindú de mi ciudad, o en los sabores frescos y aromáticos de la cocina fusión asiática-mediterránea del Mulai, con sus bancos de madera balineses y los cuadros de la costa decorando las paredes en pleno centro de Jerez.

Hace justo un año estábamos en Ramadán y una familia palestina que vivía en Jerez me invitó a comer con ellos en el iftar, la cena de ruptura de ayuno. Un banquete delicioso y tradicional de su tierra que terminamos con un café muy amargo y unas delicias árabes, sentados de noche en la puerta de su negocio en la calle Ancha. Recuerdo que la brisa era fresca y la madre, una señora mayor que apenas hablaba español, notó que yo tenía frío y se quitó su rebeca de lana calentita para dármela. No hubo manera de convencerla de lo contrario, y con un gesto tan sencillo de hospitalidad, me sentí como parte de esa familia.

También me he acordado estos días de las pizzas y de la textura inimitable de la carbonara pegándose a mi paladar la última vez que estuve en Roma hace ya casi dos años. Oh, viajar… ¿acaso existe algo mejor? No es algo que actualmente pueda permitirme pero, si pudiera, seguro viviría viajando. Pasaría varios meses en un lugar y luego en otro, exprimiendo cada ciudad como quien sorbe el jugo de un melocotón abierto en verano.

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Sólo unos meses antes del surrealismo pandémico, estaba paseando por las calles de Londres. Los colores del otoño londinense son una paleta que hipnotiza la mirada. Todos esos tonos de rojos, naranjas, verdes y amarillos, como flameantes llamas pequeñitas bajo los pies. Conocí a dos bailarinas callejeras, Ana Untico y Rosey Lucci, que ensayaban juntas en un callejón muy cercano al Palacio de Buckingham, con un pequeño altavoz en la acera y moviéndose al ritmo sensual del rapero nigeriano Rema. Bailaban ajenas al bullicio de la avenida contigua por la que cruzaban los elegantes taxis londinenses, los míticos autobuses de dos plantas y los grupos de turistas que se dirigían a ver cómo la guardia real cambiaba su turno en el palacio, con una disciplina ancestral.

Cómo añoro también los museos… en aquellos días me perdí por los pasillos de la National Gallery, entre cientos de obras de artistas de diversas épocas y procedencias: Botticelli, Velázquez, Cézanne, Van Gogh... Confieso que ante tantísima belleza tuve miedo de morir de síndrome de Stendhal o que me encontraran días después catatónica de gusto en alguna esquina.

Echo de menos también en estos días vivir la música en directo, golpeándome las sienes y arremolinada con la gente, moviéndonos todos al mismo ritmo como una bandada de pájaros o un banco de peces. Muchos de mis amigos y amigas se han quedado sin poder ir a festivales, tanto en España como en el extranjero, y muchas de mis bandas favoritas han tenido que cancelar sus giras. Tampoco será posible este año celebrar el tradicional festival de Jerez - África, ni bailar con la música del DJ camerunés Edouard, ni disfrutaremos del espectáculo de deliciosa percusión acompañada de danza del grupo senegalés Ngalam, y sus artistas que provienen de los griots, considerados como transmisores ancestrales de la tradición oral de su país. Echo también de menos dejarme hipnotizar por las bulerías y el taconeo taladrando el tablao del tabanco Cruz Vieja en el barrio de San Miguel, con los mejores cantaores y bailaoras de flamenco, acompañados por la guitarra del artista hispano-brasileño Thiago Vázquez, vecino del barrio de toda la vida.

Y, sobre todas las cosas, he echado de menos estos días poder abrazar a mi madre y a mi padre. A mi familia inmensa y bonita, desperdigada por España y por el mundo, todos ellos confinados en sus casas en diferentes ciudades y países. Hoy se celebra el Día de la Diversidad Cultural. Y me doy cuenta de que nada de esto que he dicho existiría sin ella, sin el movimiento, sin la mezcla. Sin el bendito libre albedrío humano que inventa, combina, crea, compone, construye, fusiona y empuja hacia delante la historia de los pueblos.

No existirían ni los girasoles de Van Gogh, ni el flamenco, ni los timbales por la noche en la plaza del Arenal. Ni siquiera el abrazo de mis padres, que nacieron de mis abuelos, y éstos de sus bisabuelos, y ellos de mis tatarabuelos… en una ramificación infinita e irrastreable de cientos de miles de personas que no pudieron nacer todas en el mismo sitio, es imposible. Mi sangre es una mezcla exquisita del mundo que estuvo antes que yo.

Tampoco mis hijos existirían si un día no se hubieran conocido frente al mar su madre andaluza y su padre inglés, hijo a su vez de una malagueña bisnieta de escoceses y un gibraltareño de origen maltés. Así que yo hoy sí que voy a celebrar toda la diversidad que confluye en mi país, en mi ciudad y en mi casa. Al igual que la forma de mi nariz o el tono de mi cabello, cada escenario que nos rodea es fruto de un devenir caótico y exquisito de siglos de mezclas que han dado forma a los pueblos y a las personas con nuestras identidades y nuestras riquezas culturales. Y la riqueza se comparte. Se celebra. Se disfruta. Porque sin ella, no seríamos lo que somos.

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