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La palabra máster, del latín magister, se usaba originariamente para designar al maestro, al jefe, al líder reconocido como tal por un grupo y, de forma general, a aquellas personas que tenían un cierto control o autoridad sobre algo o sobre alguien. En el ámbito de la enseñanza, podía confundirse en cierto sentido con el adjetivo doctor, derivado del verbo latino docere, con el que se calificaba a la persona que podía enseñar un conocimiento, indicando lo correcto y lo apropiado respecto un determinado saber del mundo.

Hoy en día, máster y doctor son títulos universitarios que se obtienen una vez “acreditada la superación” de los cursos de posgrado correspondientes y “entregada la documentación” generada en el acto de presentación y defensa del Trabajo de Fin de Máster o de la Tesis Doctoral, según el caso, junto con el abono de las tasas requeridas.

Obsérvense los giros que he entrecomillado en el párrafo anterior, pues ahí están las grietas del sistema que hacen posible que haya doctores muy poco doctos y másteres sin verdadera maestría. Pues no es exactamente lo mismo “acreditar” la superación de unos cursos que superarlos, del mismo modo que “entregar la documentación” generada en el acto de presentación y defensa de un trabajo de investigación no implica que esa investigación se haya efectivamente realizado.

En esta sociedad de la media(tiza)ción y del simulacro, los títulos universitarios se han convertido en objeto de compraventa de bienes o de servicios por otros bienes o servicios. Cada vez son menos los que vienen a la universidad con el ánimo de liberar el pensamiento para comprender los claroscuros de la realidad. Cada vez falta más ese viejo deseo de abrir las cosas para examinar el interior. El alumnado universitario, salvo excepciones, ya no pretende perseguir, junto al profesor y otros pensadores, la comprensión de nuestro mundo y de los problemas cruciales de la humanidad, sino que simplemente pretenden obtener el título que les permitirá acceder al mercado laboral con más o menos ventajas frente a sus “competidores”.

El poseedor de un título universitario de hoy se enseña más que enseña, da a ver más que a conocer.  Y así, hay malos políticos que usan los títulos universitarios como una especie de máscara o como el maquillaje adecuado para la ocasión.  Y en tal orden de cosas, da lo mismo que el político de turno haya escrito o haya hecho que le escriban el trabajo de máster o la tesis, pues ya no se trata de intentar construir nuevos saberes sino de conseguir repetir lo mismo sin que se note el plagio.

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