Una imagen del Congreso de los Diputados.
Una imagen del Congreso de los Diputados.

Hay odio en la política. Demasiado odio otra vez para que la política no acabe siendo dañina. Lo percibo en todos los ámbitos de la política. En la municipal se nota más porque conoces a la gente y sus motivaciones, pero en la estatal es más dañina. No en todo el mundo hay odio, pero sí en determinadas personas. Los hay que se dejan arrastrar al odio por la política y los hay que llegan a la política empujados por el odio. Unos y otros trasladan sus demonios a un terreno que se convierte, teñido por el odio, en un campo minado para la convivencia de todos. La política que genera rivalidad es sana. Pero cuando genera odio es dañina, corrompe la esencia de la política y puede llegar a ser mortal.

Hubo un tiempo, no hace muchos años, en el que los contendientes políticos eran capaces de confrontar ideas y programas sin necesidad de recurrir a los insultos o a las descalificaciones. Echaban a pelear sus ideas, no sus personas. Una vez asistí en la Venta de Antequera de Sevilla a una fiesta organizada por el Parlamento de Andalucía en la que actuó un grupo roquero compuesto por parlamentarios del PCE, PSOE, PA y PP. Unos y otros estaban muy lejos en el terreno político, pero cuando dejaban la tribuna eran capaces de salir por la noche de copas y hasta dedicar unas horas a ensayar canciones de rock and roll. El grupo musical se llamaba "Moción de Censura" y era un lugar de encuentro y oxigenación democrática. 

En los tiempos que corren cuesta creer que eso haya existido, pero es cierto. Ha llovido bastante desde entonces. Ha llovido sobre todo crispación y malas artes políticas, probablemente como consecuencia de que escasean las ideas. Como en la vida, cuando faltan razones se emplean los insultos. Y los puños. Por ese camino andamos. Tal vez haya llegado el momento de pedirle a los políticos que hagan una declaración de odios antes de tomar posesión de sus cargos. Ahora tienen que hacer lo mismo con sus patrimonios personales y sostengo que los odios son tan perjudiciales para el buen gobierno de un país, una comunidad autónoma o un ayuntamiento, o más, que las ambiciones por hacerse rico, que la corrupción.

El odio en política atenta contra la convivencia de un país, lo mismo que la corrupción rompe su economía. Con frecuencia asisto atónito a supuestas conversaciones políticas donde impera, más que las diferencias de ideas, un odio irracional que hunde sus raíces en viejas rencillas, en enfrentamientos familiares o en disputas económicas enquistadas. Sin tener en cuenta que, así como los corruptos nos defraudan anteponiendo su avaricia al interés común, los que acuden a la política empujados por el odio nos estafan usando el voto como arma para saldar reyertas personales. 

La esencia de la política es la leal administración del interés común. Por eso, las luces de alarma de la democracia parpadean cuando la política es convertida en campo de batalla para dirimir guerras familiares o personales, cuando de la rivalidad de ideas se pasa al odio y la inquina. No sólo porque malversan la democracia, sino también porque nos arrastran a los demás a una espiral de enfrentamiento de consecuencias imprevisibles. 

Ocurrió en el 36 cuando no pocos aprovecharon la guerra para dirimir querellas de lindes de tierras o desplantes de vecindad. Hay que tener cuidado cuando el veneno del odio entra en la política porque su picadura puede ser mortal.

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