Uno de los cadáveres de los migrantes fallecidos tras zozobrar una patera junto a Caños de Meca, en una imagen de Canal Sur.
Uno de los cadáveres de los migrantes fallecidos tras zozobrar una patera junto a Caños de Meca, en una imagen de Canal Sur.

Estos días se ha abierto el debate del porcentaje de víctimas mortales de la violencia de género provocadas por extranjeros, como consecuencia de las declaraciones de miembros de un partido político que aseguraba que más de la mitad de las mismas eran obra de personas foráneas. Con objeto de desmentir y desautorizar esas afirmaciones, la prensa se ha inundado de información al respecto. Efectivamente, ese porcentaje no es cierto. De hecho, los datos que han aportado los medios de comunicación lo contradicen.

En el último año, de los 47 asesinatos de mujeres por sus parejas o exparejas, (por cierto, el menor número de la última década) 17 crímenes fueron cometidos por extranjeros y 30 por españoles. En definitiva, más de un tercio de esos repugnantes actos criminales fueron de autoría extranjera. La difusión de estas cifras, en vez de sosegarme, me ha intranquilizado más, pues, hasta ahora, desconocía con exactitud los números reales y siempre consideré que las aseveraciones de los políticos en campaña eran, como mínimo, muy exageradas y nunca les di crédito.

El comprobar que un poco más del 10% de la población (cuatro millones setecientos mil, conforme el padrón), que es la inmigrante, es la responsable del 38% de los homicidios contra mujeres me ha alarmado. No obstante, en 2009, con el inicio de la crisis económica y en el momento en que mucha población extranjera empezaba a marcharse, ese porcentaje llegó a alcanzar el 43%, el más alto en los últimos 10 años (en aquel año la cifra de forasteros empadronados rebasó los cinco millones seiscientos mil). Todo esto, desgraciadamente es lo que provoca que aumente la xenofobia y que partidos que asumen esos postulados tomen impulso, pues tocan la fibra sensible de la gente: el miedo.

Cualquiera que sepa multiplicar puede imaginarse que, si se mantiene ese mismo ritmo de matanzas (17 mujeres), y aumenta, por ejemplo, al triple la población extranjera que entra indiscriminadamente, la criminalidad podría elevarse en esa misma proporción, y así, conforme a esa hipótesis, los extranjeros posiblemente serían los responsables de 51 víctimas mortales, 4 más, incluso, que las damnificadas del año pasado. Ante ello, el que no quiera ver que probablemente tendremos un mayor problema de violencia de género, si aumenta la población extranjera que se incorpora a España sin cortapisas, es que no sabe matemáticas. La conclusión que se saca de estos guarismos es que tanto esfuerzo y tanto dinero que se emplea contra la violencia de género puede que no sirva de mucho en un futuro para disminuir las muertes de mujeres, si no se regula la inmigración. Es como si estuviésemos empeñados en cerrar un grifo, cuando hay una grieta de la tubería en la pared, y no le prestásemos atención a la avería.

Por consiguiente, hay varias posibilidades de reacción. La primera sería ignorar el asunto, aceptar una inmigración indiscriminada y que todo siga como está. Eso supondría asumir el riesgo, ponerse una venda en los ojos y no dar soluciones a los problemas reales de los ciudadanos y, especialmente, de las ciudadanas. La segunda podría ser, por ejemplo, dar permisos de residencia a extranjeros a condición de  que superen, al menos, un test mínimo de compatibilidad cultural, basado en los principios de igualdad entre hombres y  mujeres y en la no violencia, y una posible evaluación psicológica, en caso de dudas. La tercera, la más costosa y difícil de ejecutar, sería, a modo de ejemplo, aceptar a todo el mundo, a cambio de cursos educativos intensivos y prácticos de inmersión cultural en la tolerancia y en el respeto de las féminas y de la democracia, impartidos por asociaciones feministas, servicios sociales, servicios asistenciales o de la mujer acreditados. No excluyendo trabajos remunerados o de voluntariado en casas de acogida y centro de mujeres maltratadas para conseguir una mayor concienciación del problema.

Estas últimas soluciones no son  garantía suficiente para evitar todos los asesinatos, pero por lo menos podrían servir de freno al rechazar a la gente más violenta o con tendencia a despreciar a las mujeres y reduciríamos, de ese modo, la siniestra ratio. La cuarta solución, la no de aceptar a ningún extranjero, está totalmente descartada por xenófoba.

En resumidas cuentas, algo habrá que hacer o sino el problema crecerá. A pesar de todo, necesitamos la inmigración como agua de mayo. La tasa de natalidad en España es mínima, no hay relevo generacional, la población está cada vez más envejecida y muchos trabajos son difíciles de cubrir, especialmente en el campo. Los  inmigrantes son imprescindibles y es bueno y enriquecedor tener población de distintas culturas, pero lo que nunca podremos aceptar es que perdamos nuestros valores democráticos de tolerancia, convivencia pacífica y de respeto hacia las mujeres.

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