Eleanor Roosevelt con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. FOTO: FDR PRESIDENTIAL LIBRARY & MUSEUM
Eleanor Roosevelt con la Declaración Universal de los Derechos Humanos. FOTO: FDR PRESIDENTIAL LIBRARY & MUSEUM

Hoy hace 74 años que nació la Declaración Universal de Derechos Humanos entre un gran consenso de que debía de convertirse en el instrumento básico para el respeto de la dignidad humana, en la herramienta que promoviese la convivencia y permitiera articular las sociedades democráticamente.

Desgraciadamente no han transcurrido las cosas por ese camino. Aunque hubo momentos en que parecía que avanzábamos, tantas décadas después el panorama es bien sombrío. Incluso la guerra, que nunca se había alejado del todo, aunque preferíamos ignorarla porque al fin y al cabo parecía que no iba con nosotros, vuelve a Europa acercándonos a casa las imágenes de la crueldad, las víctimas y el éxodo de millones de personas.

Todos y todas somos un poco responsables o quizá nos abruma lo desmesurado de la tarea de hacer frente a los poderes que actúan para que el sistema discurra de esta manera. Es un sistema de metódica ignorancia de la dignidad humana. Un sistema económico y político al servicio de los intereses de una poderosa minoría que sólo puede medrar sobre la exclusión de la mayoría y esquilmando el planeta a su servicio. Si no cambiamos las cosas, no hay futuro para nadie.

Es un sistema organizado por una minoría para las que el derecho a la vida digna de la mayoría no es sino una simple y caritativa recomendación que siempre estará supeditada a sus propios intereses económicos y políticos.

Por eso vemos como se resquebraja la sanidad allá donde la había, se deteriora la educación excepto para los ricos, aumenta la pobreza, la exclusión y las personas sin hogar; porque el derecho a la vivienda o al trabajo decente son simplemente enunciados vacíos para estos vampiros de la vida del resto.

Incluso aquellos derechos que se consideraban la columna vertebral de la Declaración Universal, las libertades, los derechos civiles y políticos, son crecientemente cuestionados. Proliferan las leyes de excepción que los limitan y las prácticas policiales que impunemente los vulneran. La democracia misma empieza a mostrarse demasiadas veces como una caricatura.

Porque ya no basta con incumplir o ignorar los derechos humanos. Se trata ahora de negar incluso que haya gente que tenga derecho a tener derechos, y que aceptemos sumisamente cambiar el concepto de derechos por el de privilegios que dependerán del lugar que ocupemos en el edificio social del que previamente han eliminado el ascensor e incluso la escalera de emergencia. Por supuesto, las personas migrantes, especialmente cuando se acercan a las alambradas de la frontera porque allí pueden ser masacrados con total impunidad. Pero también las personas trans o las trabajadoras sexuales en función de supuestas superiores identidades o simple hipocresía moral.

En realidad, estamos ante una estrategia sistemática, en la que participan encumbrados sectores de la judicatura, medios de comunicación y los partidos de la derecha, amén de las dirigencias económicas del país, cuyo objetivo es impedir avances progresistas y sobre todo vaciar de contenido y desmantelar la estructura de protección que supone la Declaración Universal y si vamos a ello la propia Constitución que en muchas cosas en ella se inspira.

No es de extrañar así que crezca el oscuro discurso del odio, incluso la violencia y las ideas de ultraderecha. Y tampoco lo es que se intenten bloquear los avances feministas y se cuestione la igualdad. 

Es precisamente de ese poderoso movimiento por la igualdad de donde podemos inspirarnos para la acción a favor de los derechos humanos. Hay esperanza, porque hay juventud que se moviliza por el futuro y gente que no se conforma. Para proteger y avanzar en los derechos humanos la esperanza es el cuestionamiento colectivo de este estado de cosas y de quienes lo mantienen. La esperanza está en la acción cívica y ciudadana.

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