Thatcher no tenía razón.
Thatcher no tenía razón.

Ayer llegaban a España las primeras dosis de la vacuna contra el covid-19, lo cual marca un gran hito histórico para la ciencia, pero también, en general, para la sociedad. Muchos lectores pensarán, y con razón, que hay pocos motivos para sentirnos orgullosos de demasiados servidores públicos. Pero eso no quita que nuestras instituciones —de toda índole y signo político— hayan sido claves en el control de esta pandemia y en el rápido desarrollo de la vacuna; dicho de otro modo, no se habría logrado sin Estado. Porque el esfuerzo y el sacrificio de cada individuo han sido importantes, pero lo han sido en el contexto de una sociedad y unas normas de convivencia.

Fue en 1987 cuando Margaret Thatcher dijo aquello de “¿Quién es la sociedad? ¡Eso no existe! Hay hombres y mujeres individuales y hay familias”. Es una frase que resume perfectamente el pensamiento neoliberal. Frente a la economía social de mercado, Thatcher —como Ronald Reagan y todos aquellos políticos influidos por Milton Friedman— sostenía que el individuo debe velar por sí mismo, sin esperar un comportamiento paternalista del Estado, que debe ser reducido al mínimo. Sin embargo, claro que existe la sociedad. Y en ella existen las normas de convivencia, que el Estado debe disponer y arbitrar. Hay sociedad porque somos seres humanos. Porque no somos animales que vivimos en la jungla bajo las reglas de la supervivencia del más fuerte.

Y es que... ¿qué pasaría en el contexto actual si solo fuéramos seres individuales sin sociedad ni Estado? Pues básicamente darwinismo social, es decir, lo que vemos en los documentales de animales con los que dormimos la siesta, pero en versión humana. Si naces león, genial; si naces ñu, mala suerte, my friend. Dicho de otro modo, imperaría la desigualdad absoluta. Y eso haría impensable realizar esfuerzos colectivos en los que Estados, instituciones científicas y empresas privadas cooperaran para generar una vacuna en un tiempo récord, como ha sucedido en la actualidad. Es más, haría impensable mantener unas normas comunes para hacer frente a una pandemia que, por su forma de contagio, precisa de un esfuerzo no solo individual, sino también social.

El individuo, su identidad y su libertad tienen importancia extrema. Pero también la tienen las normas de convivencia que nos hacen seres humanos, al tiempo que permiten que no solo sean realmente libres los más fuertes. Porque cuando se intenta negar la existencia de la sociedad u oponer la libertad individual al Estado, solo se está defendiendo la ley del más fuerte: menos gastos sociales —si no hay sociedad, no requiere gasto—, menos legislación que proteja a los trabajadores como colectivo —solo son sujetos individuales—, etc. O incluso, en un contexto sanitario como el actual, la libertad sacrosanta de hacer lo que a uno le dé la real gana caiga quien caiga, muera quien muera.

Afortunadamente, pese a que el neoliberalismo esté muy extendido, sigue habiendo Estados y sigue habiendo sociedad. Y sin ellos probablemente estaríamos ante cifras de fallecidos por covid-19 muchísimo más grotescas que las actuales, ya de por sí terribles. Y tampoco recibiríamos vacunas a coste cero y con un sistema de reparto organizado por orden de prioridad atendiendo a criterios de salud pública. En un mundo sin Estado, la vacuna, si llegara a existir, la recibiría antes el más fuerte, es decir, quien puede pagar más. Y ya veríamos si algún día llegaba a los demás.

Lo vemos en cualquier película, serie o novela de carácter distópico en la que la sociedad se viene abajo: Mad Max, El colapso, The Walking Dead, La carretera, etc. Son obras muy diferentes entre sí, pero un punto común es que desaparecen tanto los Estados como las normas de convivencia y, con ello, la propia sociedad. Y todos ellos son mundos en los que solo sobrevive el más fuerte y el más deshumanizado. En La carretera —ya sea en la novela de Cormac McCarthy o en la película de John Hillcoat, ambas excelentes—, un padre se esfuerza no solo para que su hijo sobreviva en un mundo postapocalíptico, sino también para inculcarle valores y que siga “llevando el fuego”, en una preciosa metáfora de aquello que nos hace seres humanos. Y, en fin, de eso va esta columna hoy, de celebrar en estos días que los seres humanos seguimos llevando el fuego, aunque haya quien idealice un mundo con el “sálvese quien pueda” por bandera.

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