Los de ayer

La noche llegaba y sin radio a pilas no sabíamos nada. Nuestras tarjetas de plástico no nos protegían. Nuestros cacharros 5G eran chatarra fundida

09 de mayo de 2025 a las 07:40h
Detalle de la portada de 'Vulnerabilidad', del filósofo Miquel Seguró.
Detalle de la portada de 'Vulnerabilidad', del filósofo Miquel Seguró.

«Reflexionar sobre la vulnerabilidad es cuestionarnos hasta las últimas consecuencias por el material sensible con el que construimos nuestras experiencias». Esta frase del filósofo Miquel Seguró se me repite una y otra vez en la cabeza. Pertenece a su ensayo Vulnerabilidad, publicado por Herder en 2021 al calor de la pandemia.

Poco después de que saliera al mercado me hice con él, lo leí por partes y lo dejé en la estantería de mi despacho. Pensé más tarde en esa obra, aunque confieso que no demasiado. Fue hace unos diez días cuando volvió súbitamente a mi mente como un puñal. El 28 de abril de 2025 muchos fuimos más vulnerables que nunca. Cuando todo pasó a negro, cuando dejó de haber certezas, cuando no teníamos adónde ir. Cuando no podíamos hablar. Cuando perdimos un día. Cuando fuimos «los de ayer».

Cuando a las 12:31 de ese lunes se fue la luz nadie se asustó. Cada cual pensaba que se trataba de un episodio aislado que, como mucho, estaría afectando a su edificio, a su manzana, o a su barrio. De ahí pasamos a la ciudad, a la comunidad, a la España peninsular, al país vecino… al caos. Hoy sabemos que durante cinco segundos desaparecieron de golpe 15 gigavatios de la energía que se estaba produciendo y nos fuimos dando de bruces contra nuestro particular material sensible. 

Mucho me temo que siempre recordaremos dónde lo vivimos y cuánto nos afectó; a quienes nos pilló lejos de casa nos sacudirá más fuerte el recuerdo. Pasarlo en Madrid no fue fácil: sin poder coger el metro para volver al centro de la ciudad, sin dinero en efectivo para comprar comida o pagar un hotel, sin red ni batería en el móvil para poder llamar a nadie. Sin saber muy bien cómo, muchos nos encontramos vagando por un Madrid sin cajeros automáticos, con las tiendas cerradas, con colas kilométricas en las paradas de autobús y sin un solo semáforo encendido.

Lo único reconocible de aquel Madrid era el atasco perpetuo, aunque nunca antes lo hubiéramos vivido así. Un Madrid atestado de gente ―como siempre pero como nunca―, un encierro en la calle, con unas fronteras infranqueables impuestas por nuestra propia vulnerabilidad. De nuevo, lo vulnerable. La vulnerabilidad como condición de la vida humana en todas sus magnitudes. Ser humano es ser vulnerable, qué gran verdad es esa. 

Vagando por aquel Madrid desconocido, la constante eran aquellos que no habían experimentado cambio alguno, los únicos con los que no iba eso del apagón: las personas que viven en la calle. Los miraba y sentía como si fuesen el único elemento urbano que aún funcionaba. El resto se tambaleaba bajo nuestros zapatos no aptos para tres horas de caminata. Y nos dedicamos a vagar sin rumbo, cargados con nuestros chismes inservibles y nuestra mirada perdida. 

La noche llegaba y sin radio a pilas no sabíamos nada. Nuestras tarjetas de plástico no nos protegían. Nuestros cacharros 5G eran chatarra fundida. La noche fue larga y extraña. La más extraña hasta la fecha. A «los de ayer» ―como Renfe nos llamó― nos costó un día más de lo previsto volver a casa. Costó horas y horas, colas y ojeras. Aun así, el apagón también nos regaló sonrisas cómplices de desconocidos, generosidad humana en la mejor de sus formas, civismo y urbanidad. Y, sobre todo, la mayor lección de lo que somos: irrisoriamente débiles.  

Nuestro ser y estar en el mundo a través de los filósofos de la vulnerabilidad es bastante revelador. Nuestro estar cuando desaparecemos, cuando nos perdemos en la capital del desconcierto. Y vagamos para no desfallecer, y logramos al fin coger un tren. Pese a lo vivido, amaneció y el sol volvió a hacer brillar la hierba a través del cristal de un vagón. Cuando «los de ayer» volvimos a casa, cansados y noqueados, abrazamos la vulnerabilidad con las ampollas de nuestros pies. Y, para sanar, volvimos a releer ensayos de filosofía.

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