"¿Quieres ver cómo te doy dos hostias y te echan de la discoteca, chavala?"

Se fija en una que baila. Ésta se da cuenta, pero sigue a lo suyo. Se acerca más. El alcohol sigue haciendo de las suyas. Se pone a medio metro. A centímetros. “¿Qué haces? ¿Nos quieres dejar?”

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Licenciado en Periodismo y Máster en Comunicación Institucional y Política por la Universidad de Sevilla. Comencé mi trayectoria periodística en cabeceras de Grupo Joly y he trabajado como responsable de contenidos y redes sociales en un departamento de marketing antes de volver a la prensa digital en lavozdelsur.es.

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Pongamos que hablo de una capital de provincia andaluza, y que un grupo de compañeras decida darse el homenaje de salir de fiesta. Para algunas, es la primera vez después de un año y medio. Hay ilusión. Se arreglan, se peinan, se maquillan, cogen alguna prenda del armario que llevaban tiempo sin ponerse con eso de que no han podido irse de discotecas hasta ahora. Beben un par de copas en casa de una de ellas. Entran en la discoteca.

Comienzan las miradas. Los grupos de tíos que se les acercan. Alguna tiene novio, otro lo tenía, otra lo dejó con su novia… “Si surge, surgió, pero que íbamos de fiesta”, dirá una al día siguiente. Bailan. Piden otra copa. Ríen. Entran y salen de la terraza para fumar. Caminan con decisión entre los grupos de chicos. Son conscientes de que a menudo las miran, pero aún no se sienten incómodas. Entonces, mientras bailan, se va acercando uno. No hay nada de malo, pero prefieren ir por otro lado. Por lo que sea. Lo mismo es más feo que un tiro de mierda, a ver, qué se le va a hacer, hoy no es tu día, campeón.

Pasa alguna hora más y todo el mundo está más cansado. La discoteca ya tiene algún espacio vacío, uno puede caminar sin tocar los codos de los demás. Las caras pasan a estar blancas. Todo aquel que sigue allí tendrá resaca al día siguiente. Los hay incluso que evidencian haberse metido, blanco y en tarjeta de débito.

Un espabilado, junto al DJ, va echando miradas al grupo de chicas. Se pone un poco de lado. Se fija en una que baila. Ésta se da cuenta, pero sigue a lo suyo. Se acerca más. El alcohol sigue haciendo de las suyas. Se pone a medio metro. A centímetros. “¿Qué haces? ¿Nos quieres dejar?”. El tío, con edad de padre primerizo, como poco, se hace el enfadado. “¿Cómo que qué hago?”. “Para de mirarnos, échate para allá”, le dicen. Una de ellas es más claro. “No vuelvas a acercarte”.

A esto, el iluminado le responde: “¿Tú quieres ver cómo te doy dos hostias y te echan de la discoteca, chavala?”. La chica se intenta controlar. “¿Qué has dicho?”. “¿Tú quieres ver cómo te doy dos hostias?”, insiste. “¿Me estás amenazando?”. Otra de las chicas busca al encargado. Da con él. Éste avisa por el pinganillo. El resto de chicas, vista la hora que es, decide que lo mejor es marcharse. Cogen a la que estaba encarándose con el de las amenazas. Lo que creen es que, efectivamente, les va a tocar irse o serán los responsables del local los que les animen a ello, vista la reacción del encargado.

Fuera, comienza la frustración. “¿Tú te crees que es normal que me amenace con darme dos hostias?”. Dos porteros se echan las manos a la oreja. “No os preocupéis, si os han avisado para que me echen, soy yo de la que están hablando, pero nos vamos ya. Ahora, me parece increíble que sea a mí a quien quieran echar”. Sale el encargado del local. En la cara se le nota que no esperaba verlas fuera.

“Esta chica”, dice, “se ha acercado a mí y me ha empujado”. Es mentira. “Eso es mentira”, dice la interpelada, la que recibió la amenaza de las dos hostias. “Ni me he acercado a ti”. El encargado tiene cara de no saber de qué le habla. O eso es lo que intenta decir. No os preocupéis, nos vamos ya, etcétera. El encargado tiene una idea espectacular: “Ahora vuelvo”. Lo hace con el que amenazó a la chica.

Que qué ha pasado, le preguntan a él. “Pues esta chavala estaba bailando conmigo y de repente ha empezado a insultarme”. Es mentira. “Eso es mentira”, dice la interpelada. “Sí, ha sonado una canción y me has mirado y me he acercado, estábamos bailando”. Daría para conferencia universitaria si se produjo eso o no. ¿Qué es mirar para bailar? ¿Cuándo es que sí? ¿Ante la duda, qué hacer? ¿Te acercas? ¿No lo haces? ¿Te ha mirado o se ha dado cuenta de que la miraba? ¿Ante la duda y la negativa la amenazas con “dos hostias” y con que la echen de la discoteca?

El alcohol aprieta y ahoga, así que ella comienza a llorar, incluyendo un leve hipo de frustración, de voz entrecortada. Van dos mentiras en un momento. El maquillaje era del bueno, de esos rimels que no te dejan la cara de un panda, afortunadamente. Así culminaría la ilusión de una primera noche de discoteca después de tanto tiempo. Pero no. Lo lógico sería irse a casa, echarse una manta encima y despertarse a la hora que toque. Siguen rebatiéndose mutuamente.

“Pero, vamos a ver”, recrimina el portero al amenazador de las dos hostias. “¿Cómo puedes decirle estas cosas a una niña tan bonita?”. Apaga. “¿Tienes novio?”, le pregunta a ella el portero. “Sí, y mide dos metros, ya ves”, le contesta aparte. “Pero vamos a ver, chiquilla,  ¿cómo sales por la noche sin él?”. Y vámonos.

Se hace el silencio con esas últimas machistadas. “Agente Medinilla, agente Enríquez, agente Lasa, vamos al lío”, interrumpe una de ellas con voz agravada. Entonces, varias de las chicas, entre las que hay una campeona de kárate, una judoca y una boxeadora de peso mosca comienzan a hacer justicia. Ya no pesa el alcohol. Las compañeras, ¡eran policías! Levantaron a los hombretones y los lanzaron contra la pared, se escuchaba ‘pam’, ‘boom’ y sonaba la música del Batman de los 70, impartiendo justicia, verdadera justicia.

Todo lo expuesto ocurrió tal que así, salvo alguna cosa. Salvo que fueran policías. No. Eran veinteañeras disfrutando. No hubo justicia. Hubo manta en la cabeza, ibuprofeno, una cruz a una discoteca y una anécdota que hasta bien pasadas las horas no podrán contar sin que se les vuelvan a saltar las lágrimas. Luego incluso se harán bromas. “Esto que nos pasa es algo común, solo que últimamente yo ya me he decidido a contestar. Ya tengo bastantes pelos en el coño como para que me lo toquen así”.

No hubo golpes, solo amenazas. La manifestación más grave del machismo son las muertes, las palizas, las vidas rotas, las amenazas cada noche. Y se manifiesta también de otras formas, como que haya quien piense que ante una mirada, sin pensar si era de sí o de si no, o incluso sabiendo que era de no, puede amenazar y quién sabe si alguna vez cumplirla.  No puede ser.

Por eso te escribo a ti, orangután con DNI, que vas por las discotecas y que crees que la insistencia es una forma de ligar: tuya no es ni ella ni esta sociedad. No quiero pensar en si sois minoría, pero esta sociedad no es tuya, vamos contra vosotros con todo lo que tenemos, y llegará un día en que la boca se te ponga amarga como amargas tienes las entrañas y digas “qué coño he hecho”. Vamos contra ti con nuestro desprecio. Tú también eres manada. Y aunque nunca hagas nada suficientemente grave como para ir a la cárcel, tus ideas se apagarán como se apagan los ecos de otras civilizaciones. El futuro es nuestro, de quienes sabemos caminar sin pisar. Párate a pensar si te da esa neurona y media que te rebota dentro del cráneo. Que tienes toda la cara de que te expongan en un Museo de Ciencia, eslabón perdido entre el hombre y el cerdo.

Y te hablo a ti, que presencias estas cosas, que tienes un colega, un hermano, un compañero de trabajo, que presume de amenazar con darle dos hostias a una chica que le rechazó: habla si se te remueve algo dentro, recrimínaselo aunque creas que éste no le pegaría a nadie. Porque el daño ya lo hizo. Da igual que no le pegara, es otro maltrato, es otro dolor generado. No te quedes callado.

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