Un momento de la manifestación por el centro histórico de Jerez. FOTO: MANU GARCÍA.
Un momento de la manifestación por el centro histórico de Jerez. FOTO: MANU GARCÍA.

Hombres encadenados desde su nacimiento en el interior de una cueva mirando a la pared de la misma. A través de las sombras reflejadas desde el exterior en esas paredes y los ruidos que oyen, se crean una imagen difusa de la realidad. Viven encerrados en su propia visión de las cosas y no aceptan una interpretación distinta a las sombras irreales que ellos contemplan. Es el mito de la caverna platónico, del cual escribiría una genial versión José Saramago basada, qué casualidad, en la indefensión de los comercios tradicionales ante los gigantescos centros comerciales. No sé qué tendrá el poder (ni lo quiero saber, no tengo la más mínima curiosidad al respecto) que transforma a las personas que lo ejercen en esos hombres encadenados, contemplando su propia realidad e intentando imponerla, haciendo para ello oídos sordos y despreciando a todo aquel que venga del exterior. Es así en todos los ámbitos de la política a todos los niveles y en todas las ciudades y paises. Cuando esa práctica la ejercen entre ellos, la llaman supremacismo, es despreciable y se moviliza al pueblo a costa de lo que sea; cuando la ejercen los políticos con los ciudadanos, lo llaman legitimidad y es democracia en estado puro, aunque se produzca un ninguneo evidente de un contribuyente que sólo existe de cuatro en cuatro años. Nosotros, entretanto, vemos la tele y nos obnubilamos con pasos, ferias y villancicos.

En Jerez hemos constatado esa cabezonería y menosprecio con el tema del traslado de los fondos del Centro Andaluz de Flamenco hasta el antiguo Zoco de Artesanía desde el Palacio Pemartín, a pesar de la oposición frontal de amplios sectores de la sociedad y cultura jerezana. También desde la política, pero en este caso el desinterés de la reivindicación hay que obviarlo. Pero como oculta por el despropósito del CAF, el Museo de Lola Flores ha seguido el mismo proceso: un movimiento social y cultural ha solicitado con tenacidad la implantación de ese museo en San Miguel, tal como parece que la propia artista ya declaró en vida. Incluso la propia Junta de Andalucía, que en un principio lo incluyó como parte del Museo del Flamenco, lo sacó de la composición del complejo al no ver el encaje de Lola dentro del mundo flamenco en sí y al no considerar apropiado el edificio de la Nave del Aceite como espacio museístico equiparable al propio equipamiento que se pretende construir. En medio, como convidado de piedra, como el ciudadano ninguneado y menospreciado entre elecciones, la Peña Flamenca Buena Gente. Hagamos un poco de historia, que olvidamos demasiado pronto ciertas cosas.

La Nave del Aceite y su rehabilitación fue la primera y única actuación visible finalizada de lo que debería haber sido la Ciudad del Flamenco. Era el área destinada a albergar las dependencias administrativas del proyecto fallido que se llevó quince millones de euros y la dignidad del centro histórico por delante. Pero al abandonarse el proyecto principal, la Nave, con una obra de 800.000 euros a su espalda, también fue abandonada. Tras haber sido saqueada en varias ocasiones y ante la asunción de la evidencia de no saber por parte del ayuntamiento qué hacer con el edifico, se decidió cederla en precario a una institución del barrio como la Peña Flamenca Buena Gente, que llevaba varios años en el “exilio” de Santiago.

Y ahí llevan desde hace prácticamente cinco años. La encomiable labor realizada por dicho colectivo excede cualquier reconocimiento posible: ciclos, actuaciones, seminarios flamencos, recitales de artistas que, como La Macanita, llevaba dos décadas sin cantar en una peña, montaje de la caseta más sonada de la feria… Y todo ello enmarcado en una relación de colaboración total con otros colectivos de la zona, participando en el Certamen de Pintura al Aire Libre, en el belén viviente de la plaza del Mercado u organizando desde hace cuarenta años la Exaltación de la Saeta en San Mateo. Hoy mismo, sin ir más lejos, presentan su cuadragésima edición del concurso de saetas, que este año reparte la friolera de 12.000 euros en premios a la vez que mantiene la esencia de la saeta por seguiriyas típicamente jerezana.

Claro, en estas condiciones no tiene sentido cambiar algo que funciona a la perfección, tan arriesgado como vaciar Pemartín. Yo no sé exactamente en qué consiste un museo flamenco. Imagino que habrá instrumentos, documentos gráficos e incluso atuendos utilizados por los artistas expuestos para la contemplación de la gente. Pero hay un problema: el flamenco es un arte vivo y dinámico imposible de entender sin verlo en movimiento. Una guitarra de Moraíto y unos trajes de la Paquera allí colgados pueden tener significado e interés, sin duda, pero jamás será comparable a presenciar un recital flamenco en vivo. Por ello, sería una maniobra inteligente mantener la actividad de la peña allí, incorporándola como complemento sensorial a la visita del Museo Flamenco. Así los visitantes podrían comprobar cómo se sigue cultivando, difundiendo y viviendo el flamenco desde la base, proporcionando también información sobre qué es una peña flamenca, cuál es su cometido y por qué existen. Sería sin duda una experiencia total en torno al flamenco que enriquecería la visita. Y también, de paso, se cumpliría con la voluntad de Lola dejando su museo donde ella quería que estuviese. Seguro que se podría buscar ese encaje estableciendo unas condiciones concretas y consensuadas.

El problema es el de siempre en estos casos: salir de la cueva, abandonar esa burbuja de poder que te hace sentir tan superior como para tener la osadía de querer hacer algo “sí o sí”. Palpar, en definitiva, la realidad que fluye alrededor. Un problemón difícil de asumir para quien sólo ve sombras circulando como destellos en sus mentes endiosadas y saturadas de un poder que en verdad no tienen. Sólo tenemos que dejar de embobarnos con la tele para que se den cuenta.

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