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"¡Cuántos mensajes cargados de odio visceral, ira descontrolada, y en todas las direcciones, han aparecido en estos días!" 

De nuevo el terror ha sacudido nuestras conciencias para recordarnos que, con la terquedad que tienen las cosas para existir a pesar de no verlas, aunque no lo visualicemos a diario (afortunadamente), este terror realmente nunca se fue de nuestra casa, de nuestros barrios, de nuestras ciudades, actuando en la sombra, reproduciéndose y organizándose.

Ríos de tinta electrónica han corrido en estas apenas dos semanas, y no seré yo quien me atribuya el rol de analista sociopolítico de acontecimiento de tal trascendencia. Entre otras cosas, porque ya hay demasiados expertos, reales e imaginarios, que han sobrepasado nuestra capacidad de lectura y reflexión.

En cambio, un fenómeno ha adquirido una gran notoriedad y ha captado mi atención como profesional del comportamiento humano. Me refiero al desbordamiento de la respuesta emocional que este atentado ha producido en la población, y la plasmación en las redes sociales de todo tipo de mensajes cargados con las peores emociones humanas, que en direcciones múltiples y con escaso o nulo control han volado por la red como lluvia de saetas en una batalla medieval donde ya nadie supiera del todo bien a qué bando pertenece.

Mi reflexión parte de la triste evidencia del analfabetismo emocional, necio y feroz, que padece nuestra moderna sociedad. Nos instruyen desde pequeños en el campo de los conocimientos, de la adquisición de toneladas de contenidos que muchas veces tienen poca relación con las necesidades humanas. También se nos instruye en habilidades, bien sean profesionales, deportivas, artísticas…

¿Pero cuándo se nos instruye, se nos educa, se nos guía, en el campo de las emociones? Hemos aprendido a controlar la tierra, los animales, las máquinas, las tecnologías, la propia naturaleza, y poco a poco se empieza a controlar el espacio… ¿Cómo es posible que no se dé la importancia necesaria al conocimiento y control de las emociones humanas? Y esto a pesar de que, en la raíz de todos los éxitos y fracasos de las personas, se encuentran las emociones, desde las más agradables a las más abominables.

Cuando una persona no entiende lo que siente, no sabe ponerle nombre, no es consciente de hasta qué punto está afectado o intoxicado por una emoción, podría decirse que en ese momento está esclavo de la misma. Pienso que al igual que las sociedades han ido responsabilizando a los individuos de sus propias conductas, en una evolución social natural tendríamos que hacer responsables a las personas de sus emociones, porque la razón nos permite entenderlas y aprender a gestionarlas, sin dañar a los demás.

¡Cuántos mensajes cargados de odio visceral, ira descontrolada, y en todas las direcciones, han aparecido en estos días! Ningún mensaje emocional es inocuo en sí mismo para el que lo recibe, más aún si el receptor está experimentando su propio cóctel de emociones intensas, por lo que las cadenas de respuestas y mensajes desbordan toda capacidad de absorción emocional, llegando a límites preocupantes. El esquema de comportamiento observado podría ser parecido a éste:

  1. El atentado ha despertado en mí emociones negativas intensísimas.
  2. NO soy (ni me hago) responsable de estas emociones. Porque no me gustan nada. O porque no sé cómo demonios se hace eso.
  3. Elaboro una respuesta escrita, sin filtrar, que refleje la cualidad e intensidad de esta emoción.
  4. La cuelgo en una red para que todo el mundo la vea, de esta forma descargo en otros esta intensísima emoción negativa que me he negado a elaborar.
  5. El que la lea, que se la coma o la elabore él. O que responda si quiere.
  6. La respuesta de rebote puede despertar de nuevo emociones intensas negativas.
  7. Vuelvo al punto 2.

No pretendo en absoluto reducir todo comportamiento en redes sociales a este esquema, ni mucho menos; ni dejo de reconocer que existan mensajes cargados de racionalidad, contención o templanza. Pero el tremendo exceso de los mensajes anti-islam, anti-catalán, anti-anti-islam, anti-anti-catalán, anti-estado de derecho, anti-fachas, anti-podemitas, etc., me ha hecho pensar que el único factor común a todos ellos es ese “anti”, que no significa otra cosa que la tristísima victoria de la expresión de los odios sobre la búsqueda de acuerdos o puntos compartidos de crecimiento o solución de los problemas.

El argumento repetido es “yo es que lo que siento es que...”, como axioma justificativo de cualquier barbaridad que se diga, como si las emociones fueran inentendibles, indiscutibles o incontrolables. Pues hay que decir que son tan humanas como las conductas o las acciones, y por tanto la razón puede hacer algo por gestionarlas, o al menos intentarlo.

La propuesta sería, por tanto: háganse responsables de sus emociones, especialmente de aquellas más intensas, de aquellas más destructivas, antes de emitir cualquier mensaje que funcione como ventilador de la misma. Trabájese el veneno en casa, antes de ponerlo en la punta de una flecha y dispararla al aire de las redes sociales. Nunca se sabe dónde puede caer la flecha, ni qué daño puede ocasionar. Además de que estos mensajes parecen servir de poco para generar ideas de solución o mejora, o para respetar adecuadamente a las víctimas, tantas veces olvidadas en todos esos hilos basados en la expresión de odios. 

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