Miguel Induráin.
Miguel Induráin.

Mi barrio todavía olía a pino y a naranjas cuando Miguel ganó su primer Tour de Francia. Europa, aquel julio del noventa y uno, ya no comenzaba en lado norte de Los Pirineos sino que gracias a Indurain empezó el mundo a creer que también se daba Europa en los barrios pesqueros de Barbate o en las callejuelas sombrías de Zahara. ¡Europa! ¡La envidiada Europa! Mi hermana María, meses antes, me había traído de París un franco que equivalía a diecisiete pesetas. Más de tres duros que servían a uno para llenarse la boca a Boomer o a regalí del gato.

Durante ese primer verano de Indurain pude disfrutar de mi bicicleta América. A mi vecino -curiosamente se llama Miguel- semanas antes le habían tocado varias en las numerosas tómbolas que invadían el recinto de la feria. No sabría qué hacer o sería por arte de magia y vecindad pero una de sus bicicletas acabó en mis manos. Poco más nos hacía falta para ser feliz. Bastaban una cantimplora -la de plástico amargo que los niños usábamos para las contadas excursiones en el colegio- y un Tokke a prueba de anticiclones para acabar en lo alto del peñón de Arcos a punto de insolación y ensoñación.

Tal sería el hambre o la sed que los niños, los que nos atrevíamos a mediodía a atravesar media campiña jerezana, podíamos distinguir desde su afamado balcón del coño las tapias encaladas de La Pita, que a treinta y cinco kilómetros mal contados, era un barrio secuestrado por un viejo pinar de más de dos siglos. Sería del tiempo de los franceses. E Indurain, en la boca de los falsos patrios, vengando las viejas y nuevas ofensas. Abre el telediario. Esta mañana, en la frontera, cientos de agricultores franceses han detenido a los camiones provenientes de nuestro país y han tirado sus mercancías para... Deportes. Esta tarde, Miguel Indurain ha logrado hacerse con su tercer Tour consecutivo. La bandera española ondeaba en Los Campos Elíseos mientras mi madre me aliviaba del calor jerezano con un abanico de encaje negro con escenas taurinas pintadas a mano. Te doy dinero y vas por helaos. Esa es mi hermana. Y yo volaba con mi América roja para no perderme su victoria, otra más, en Alpe D´Huez. Miguel, en la Grundig, es un esqueleto dorado que no se permite reír. Gana pero no hagas de tu victoria –nunca- una derrota para tus rivales. Sería su padre.

En total fueron cinco Tours. Tours que cabían en una mano abierta como una pistola podía caber en una mano cerrada. Eran tiempos de ETA. Y esos mismos franceses, que decían que no podíamos ver, luchando codo a codo con los españoles contra la barbarie. Abre el telediario. ETA intentó una masacre en Córdoba , asesinando al sargento, Miguel Ángel Ayllón y colocando… Yo tenía diecisiete años limpios. No sabía nada de víctimas, de las historias que arrastra la palabra crisis, de lo que duele una derrota ajena. Fueron cinco tours que coincidieron con mis últimos veranos.

Porque ocurrió solo un año después. Miguel se hizo carne y alma una tristísima tarde cuando pedaleaba a Les Arcs. Nadie se lo podía imaginar. Esa tarde, de pájara y espanto, lloré como un niño. Ninguno de los míos entendió. Mi madre apagó el televisor. Ya está bien el sufrí.

Hoy he logrado entender, a base de golpes, que no lloré por él. Lloré por mí. Por mis dieciocho años recién cumplidos. Dieciocho en los que fui estrenando mi puta adolescencia con la entrada en aquella desgraciada universidad de torcidos, con mis primeras soledades y forzadas decisiones. Rendirse y vivir o revolución y morir. 

Y por comodidad –otros lo camuflan diciendo inercia- empecé a vestir lo mismo que todos vestían, a comer lo mismo que decían que teníamos que comer, a soñar lo que todos soñaban, a pensar lo que decían lógico y razonable. Sencillamente, empecé a no ser Indurain. A no ser él. A olvidar mis últimos y más sinceros veranos donde a pesar de las más altas cumbres, Miguel y yo, podíamos con todo. 

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