Quilapayún.
Quilapayún.

Un día de septiembre de 1977 me fui a Sevilla a ver al mítico grupo Quilapayún junto con unos compañeros de la bodega donde trabajaba entonces, la mayoría arrumbadores o personal destinado en el embarque o el tren de embotellado. Solo mi amiga Maribel y yo éramos administrativos, aunque atípicos porque nos resistíamos a hacernos mayores en aquel mundo gris de papeles y archivadores en el que, como escribiera Benedetti en sus Poemas de la Oficina, nos pagaban “(…) por tener los libros rubricados al día / y dejar que la vida transcurra / gotee simplemente / como un aceite rancio. La mayoría de los “escribientes” no eran precisamente de izquierdas y metían en el mismo saco de “los comunistas” a cualquiera que discrepase con Alianza Popular y la UCD. En plena actividad de ETA y los GRAPO, más de uno te miraba de reojo cuando se producía un nuevo atentado, como si estar cerca de los trabajadores con “mono” y pensar distinto te situara en la órbita de los terroristas e hiciera cómplice de sus crímenes.

Eran momentos de tensión aquellos finales de los setenta del siglo XX. Se intensificaban las movilizaciones, los encierros, las manifestaciones y las huelgas en el horizonte de los Pactos de la Moncloa. La situación económica de España, con casi un 30% de inflación, era crítica y aquellos acuerdos impulsados por Adolfo Suarez, que firmaron desde Fraga a Carrillo, pasando por Felipe y Tierno Galván, representarían severos ajustes para los bolsillos de los trabajadores, a pesar de que los sindicatos mayoritarios también se sumaron a un consenso que los cronistas de la Transición consideraron clave para apuntalar la democracia. O, al menos, aquella democracia pactada con el régimen a la que le salen nuevas grietas a cada poco.

La tarde se presentaba histórica y allá que nos fuimos en mi Renault 5 y en un Seat  127 de otro colega  con nuestros bocatas, y pletóricos de ilusión, a escuchar las canciones que sentíamos como una sintonía maravillosa del cambio. Pero a lo más granado de la extrema derecha local no debió parecerle bien que los chilenos incluyeran Sevilla en su gira española Chile en la Resistencia —con la que desde el exilio denunciaban la situación de su patria tras cuatro años del asesinato del presidente Salvador Allende— así que se fueron a esperarnos a las puertas del concierto con sus camisas azules, correajes, cadenas y algún que otro bate de béisbol, ondeando banderas con el aguilucho y gritando vivas a Franco y a Pinochet y comunistas al paredón.

Hoy me asomo a los informativos, a las redes sociales y a la calle y tengo la impresión de que aquella caterva fascista que se movilizaba entonces, y nos dispensó tan violento recibimiento en Sevilla, ha estado cuarenta años hibernando cobijada por esta democracia tan permisiva con los símbolos del franquismo  y con las tramas de poder que lo siguen alimentando. Por eso vuelven a tener barra libre para calarse otra vez las boinas rojas y alzar el brazo vociferando consignas contra el presidente Sánchez por su decisión de desahuciar al genocida de su mausoleo del Valle de los Caídos, o por no cerrarles las puertas a los migrantes. Las escenas se repiten desde hace semanas por distintas ciudades y en una hemos visto hasta a  un cura de sotana jaleándolas y haciéndole una peineta a quienes condenaban esas exaltaciones.

El concierto de Quilapayún fue exactamente lo que esperábamos: una fiesta de  bienvenida a la democracia y a la libertad, de manera que los aullidos de odio y los gritos envenenados de fuera del recinto no consiguieron acallar a las miles de gargantas que gritábamos “cierra la muralla al diente de la serpiente y al sable del coronel” y “el pueblo unido jamás será vencido”. Cuando los chilenos dejaron el escenario tras el enésimo bis, nos sorprendió que el “comité de bienvenida” se había dispersado y en su lugar un cordón de antidisturbios con cascos y petos nos escoltaba y protegía a la salida, cosa que también hubiésemos agradecido a la entrada. No se trataba de una cortesía especial de los “grises”, simplemente un miembro de los Guerrilleros de Cristo Rey había apuñalado en el vientre a un militante de la Joven Guardia Roja. Jamás imaginé que volvería a recordar con tanta nitidez aquellos hechos ni que escribiría ahora de ellos con tanta preocupación.Tampoco pensaba que a la serpiente, después de más cuatro décadas yendo a votar, le quedasen tantos dientes.

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