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La mayor parte de los descampados se han ido transformando con el tiempo.

La mayor parte de los descampados que abundaban en nuestra ciudad se ha ido transformando con el paso del tiempo. Muchos han sido ocupados por edificaciones de distinto tipo, sobre todo casas adosadas y supermercados en las dos últimas décadas.

Otros dieron paso a parques urbanos, diseñados con ese estilo fundamentado en teorías de desarrollo sostenible y de ecología urbana, caracterizados por una simplicidad que permite a la vez acoger micro-ecosistemas naturales y asegurar el control de los mismos con poco esfuerzo y dinero.

Tales parques pueden considerarse, en cierto modo, “descampados evolucionados”, en el sentido en que son descampados tal como los define hoy la RAE, es decir, “terrenos descubiertos, libres y limpios de tropiezos, malezas y espesuras”, a los que se les ha añadido accesos, senderos y un poco de mobiliario urbano. Nada que ver con los antiguos y costosos jardines floridos.

Pero aún quedan en nuestra ciudad descampados “originales”, apenas transitables, cubiertos de desechos de la sociedad de consumo, de escombros y, por encima de todo, de malezas.

Ayer por la tarde quise adentrarme en uno de éstos. Mi primera impresión fue de admiración por la pujanza de la vida espontánea.

Pero a medida que avanzaba en el descampado, mis sentimientos se volvieron confusos. Por un lado, sentía las delicias que procura el caminar en soledad a través de una terra incognita. Por otro lado, experimentaba la turbación de ser el objeto de las miradas de la gente asomada en los balcones de los bloques vecinos y de los transeúntes, desconcertados por comportamientos infantiles que ya habían olvidado.

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