Padres, ni lo de antes ni lo de ahora: nos toca aprender de la experiencia

La educación tradicional que recibimos muchos niños de mi generación y anteriores a nosotros, se caracterizaba por el autoritarismo paterno

Mercedes Organvides

Docente especializada en Educación Familiar

Alumnos del instituto Azahar de San Martín del Tesorillo, en la provincia de Cádiz.
Alumnos del instituto Azahar de San Martín del Tesorillo, en la provincia de Cádiz.

Cuando estaba estudiando 2º de bachillerato en Jerez, durante el curso lectivo 1970/1971, mi amiga y yo participamos cantando en un festival, que se organizó en el instituto para ayudar a los alumnos de COU a pagarse el viaje de estudios. Nos implicamos los alumnos de todos los cursos por solidaridad con los compañeros. Ellos hacían de todo para conseguir fondos, ya que la gran mayoría de los padres de entonces no tenían el dinero que costaba el viaje.

Esta empresa colectiva podía llevarse a buen fin gracias a la coordinación con los padres y al esfuerzo constante de los profesores que asumían la responsabilidad de acompañar a los alumnos al deseado viaje. Pero, con el paso de los años y el aumento del nivel de vida de las clases medias, se ha ido abandonando aquella aventura cooperativa. Y, cada vez más, un buen número de padres optan por pagar el dinero íntegro del viaje, argumentando que les resulta más cómodo que estar todo el curso implicándose en actividades varias para conseguirlo. A los profesores también les viene bien este cambio de postura, ya que así no tienen que esforzarse tanto durante el curso.

En este caso que pongo de ejemplo, como en tantos otros de características parecidas, entiendo que hemos dado un paso atrás muy importante. Con esta fórmula, tanto padres como docentes tenemos menos estrés, pero creo que se ha perdido algo muy importante desde el punto de vista educativo, impidiendo que nuestros hijos aprendan a valorar lo que cuesta todo.

Y es que los padres de mi generación hemos querido dar a nuestros descendientes todo lo que nosotros no pudimos tener. Y hemos pasado de un extremo al otro, con las nefastas consecuencias que vemos, cada día, en gran cantidad de niños, adolescentes y jóvenes de nuestro entorno.

Algunas de ellas son: la no valoración del esfuerzo que requiere conseguir tanto lo necesario como lo superfluo; el creerse con derecho a todo y sentirse el centro del universo; la baja tolerancia a la frustración, cuando no consiguen lo que quieren; la falta de paciencia para aplazar las gratificaciones; la ausencia de responsabilidad a la hora de compartir tareas en casa; la agresividad hacia los padres cuando no les pueden dar lo que les piden; la falta de respeto a las normas de convivencia más básicas o la ausencia de conciencia cívica, en relación al cuidado de los espacios y enseres comunitarios.

La educación tradicional que recibimos muchos niños de mi generación y anteriores a nosotros, se caracterizaba por el autoritarismo paterno; el control asfixiante; el tratarnos como adultos o la falta de comunicación y afecto. Pero se hacía mucho hincapié en el concepto de responsabilidad y en el control social, por lo que las carencias afectivas de este tipo de educación, en general, solo afectaban a los hijos a nivel personal, pero no a la sociedad.

Por el contrario, en las últimas décadas, se ha generalizado una educación muy distinta a nivel familiar. Les damos explicaciones a nuestros hijos por las decisiones que tomamos; les consultamos cuestiones que les afectan y les mostramos más afecto. ¡Y esto es un gran avance! Pero no les exigimos madurez y se lo damos todo sin que hagan ningún esfuerzo. Tampoco les ponemos los límites necesarios para que aprendan a respetar las necesidades o los derechos de los otros. 

De esta forma, estamos generando personas egocéntricas, que solo buscan satisfacer sus necesidades o caprichos, aunque para conseguirlo tengan que abusar de los demás. Y las consecuencias de este tipo de educación en las familias repercute negativamente, no solo en ellos, sino también en todos los ciudadanos. Por todo lo expuesto y, llegados a este punto, considero que es muy necesario hacer una reflexión colectiva y aprender de nuestros errores. 

No se trata de volver a lo de antes, pero sí de aprender de la experiencia. Recuperando la importancia de la autoridad (normas y límites) y la exigencia de madurez, en su justa medida, uniéndolo al afecto bien entendido y la comunicación necesaria. (Sobre cómo hacerlo hablaré en los próximos artículos). ¡Y seguir siendo los guías y los modelos de nuestros hijos, para que aprendan a valerse por sí mismos en la vida y a convivir, respetándose a sí mismos y a los demás!

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