Conocer y conocerse es esencial para el ser humano. La inquietud en adquirir nuevos conocimientos lleva a la llamada evolutiva en abordar caminos intuitivos, muchos de ellos basados en observaciones empíricas.
Dar los buenos días, reflexiones de café, ir a la compra local —no existen supermercados ni hiper—, al médico rural asistente algunos días a la quincena con su agenda completa, la Guardia Civil cerró el cuartel, pues ya no había robos y el panadero pita al llegar a la plaza —que más quisieran una pequeña alhóndiga, lonja o mercado para productos locales—, son hechos cotidianos comunes de "población de menor categoría" —curiosa definición de la RAE—.
Son las únicas y últimas ventanas que nos quedan para no perder de vista a la naturaleza, para no terminar de perder el poco nexo que nos une a nuestra casa común, la tierra. En el laberinto de las grandes junglas de cemento, la especie humana se queda embobada, se confunde y desvía de su cometido, y nos va a costar mucho ver con claridad.
El lujo que se permiten las ciudades de pedir sólo para ellas, individualistas, no tiene ningún sentido ni resultado para pequeños pueblos, sin peso alguno ante las administraciones públicas.
Es necesario una asociación o agrupación que haga presente sus intereses, su necesariedad y su existencia. En el mejor de los casos, un alcalde bien intencionado está limitado en recursos y capacidades.
Soy de pueblo, es motivo de orgullo, tenemos el defensor reconocido, si bien ese término ya engloba a las ciudades. No es entendible que en un mundo cada vez más poblado, los pequeños pueblos, jugando un papel esencial frente al abandono, no tengan más atención y ayuda en agradecimiento por la labor diaria del bien común que realizan.
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