Que el cielo nos ampare

Han vuelto el sol y las nubes, el viento y la sequía, para pedirnos que tomemos nota y que volvamos a aquellos viejos acuerdos de los antepasados

José Bejarano

Periodistas Solidarios

 Una casa anegada por la última DANA, en San José del Valle.
Una casa anegada por la última DANA, en San José del Valle.

Nos planta cara la naturaleza. Ha vuelto y parece que para quedarse por mucho tiempo. Los habitantes de esta parte rica del planeta sentimos de pronto la bofetada de la naturaleza en forma de calor extremo, de sequía, de lluvias torrenciales. Acostumbrados a tener una naturaleza dócil, por lo general generosa y casi siempre olvidada, de pronto nos sorprende con sus ataques de ira. Cuando no es un volcán es un descomunal incendio, una sequía o un torrente devastador. O una ola de calor o de frío que nos quitan el aire. Provistos de buenas viviendas con aire acondicionado y ventanas casi acorazadas, los urbanistas del occidente opulento habían olvidado que el viento azota, que el agua arrastra y que el sol quema.

Ahora es como si la naturaleza quisiera enviar un mensaje difícil de comprender por quienes hace mucho tiempo, demasiado, dejaron de relacionarse con ella. Los códigos con los que se expresa la naturaleza eran legibles por los antepasados porque ellos sí anduvieron siempre en negocios con los vientos, las lluvias, las sequías, las calores y los fríos, las mareas, los volcanes o los terremotos y maremotos.

Cuando no andaba también ojo avizor con las víboras y las fieras. Es posible que no supieran mucho de las causas que originaban esos fenómenos, pero hablaban con ellos casi a diario. Incluso firmaban acuerdos que respetaban hasta sus últimas consecuencias. El ser humano sabía a qué atenerse si osaba desafiar las iras de la naturaleza, hasta el extremo de que muchos de sus fenómenos eran considerados dioses prestos a otorgar venturas o desventuras.

En virtud de aquellos pactos no escritos, ningún hombre o mujer habría construido jamás una vivienda en el cauce de un torrente. Ni sembrado en un desierto. Ni regado sus cultivos allí donde escaseara el agua. Ni ennegrecido el azul del cielo con chimeneas contaminantes. Ni sembrado los campos de latas y plásticos. Ni creado hacinadas granjas con ganado alimentado con pienso transportado desde miles de kilómetros. Eso era antes. Después, una vez instalado en fortalezas de acero, piedra y cristal, el ser humano cabalgó a lomos de Tláloc, el dios de la lluvia en la cultura náhuatl, y creyó haberlo domesticado. Encerró a Eolo y supuso que no volvería a reinar sobre la tierra. Levantó un templo a Vulcano y se dijo que estaría satisfecho y adormecido para siempre.

Pero igual que el río baja de la sierra con su título de propiedad bajo el brazo, el sol reclama iracundo obediencia ciega. Las nubes deciden caprichosamente cuándo mostrar su cicatería y cuándo desplomar sobre los campos rigores infinitos. Como los vientos mueven de acá para allá a una multitud de atribulados e insignificantes humanos. Después de un verano de espanto, la naturaleza augura un otoño de pánico.

Le llaman DANA a un fenómeno de tormentas provocadas por el choque de masas de aire frío de las alturas con aire recalentado en la tierra. Un diabólico baile de nubes frías y calientes que hace apenas unos años llamaban "gota fría". Tecnifican el nombre llamándolo DANA (Depresión Aislada en Niveles Altos) mandan aviso de emergencia a los teléfonos móviles y parece que ya está bajo control humano. 

DANA es llamar nada a la furia del cielo. Como dijo el venezolano Uslar Pietri, "no hay nombre neutral ni gratuito, las palabras están cargadas de sentido y de destino". Llamar "DANA" a un diluvio es lo mismo que quedarse mirando al dedo que señala en dirección a la luna. Prepotencia humana. Por eso, desde la humildad y el respeto, debemos darnos la bienvenida a la naturaleza. A una naturaleza bien distinta de la idílica que contienen los parques nacionales, las reservas, los cotos y los jardines botánicos creados por los engreídos. Bienvenidos al azote del sol inclemente, a las nubes caprichosas, a los vientos desatados. 

El fin del mundo, dicen algunos. Hay signos de ello en el cielo y en la tierra. Pero a los que frecuentamos África ni nos coge desprevenidos esta fuerza colosal de los elementos desatados ni nos resulta novedosa. En el continente vecino saben bien cómo las gasta la naturaleza, quizá porque nunca dejaron de sufrir sus terribles rigores y porque han mantenido con ellos los viejos pactos de respeto casi religioso. Aunque ahora los sufrirán agravados por la acción ignorante de los engreídos y egoístas del norte que, instalados en la opulencia, contaminan, construyen, siembran, riegan, crían y fabrican contra el planeta que les da la vida. 

Han vuelto el sol y las nubes, el viento y la sequía, para pedirnos que tomemos nota y que volvamos a aquellos viejos acuerdos de los antepasados. Nunca escritos, pero siempre cumplidos hasta sus últimas consecuencias. ¿Lo haremos? La vieja estupidez humana sugiere que no, que todo va a seguir igual. La estupidez y los intereses creados. Que el cielo nos ampare.

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