El año de las pandemias

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

En verde, cultivos destinados al consumo humano (55%); en violeta, cultivos destinados a alimento para animales (36%) y combustibles (9%). Fuente: National Geographic.
En verde, cultivos destinados al consumo humano (55%); en violeta, cultivos destinados a alimento para animales (36%) y combustibles (9%). Fuente: National Geographic.

Aún no sabemos cómo describir el difunto 2020, ese año inefable. Casi que cometemos un error cada vez que intentamos ponerle un mote. Unos apuestan por “el año de la pandemia”, como si otros años no hubiera pandemias. Otros dicen “el año del coronavirus”, como si esta fuera la primera epidemia de coronavirus, y no la tercera vez en veinte años que una nueva especie de coronavirus se transmite de animales a humanos.

En todo caso, el 2020 sería el año de las pandemias—o de las aspirantes a tales. En estos momentos, mientras Europa se repliega en una Navidad atípica —con o sin pavo—, otra epidemia descontrolada se propaga por su territorio. Cientos de miles de aves han sido ya sacrificadas debido a una nueva cepa de gripe aviar H5N8 altamente patógena, que puede transmitirse de las aves de corral a humanos. De momento, según nos cuentan, no representa un riesgo para nosotros (se nos contagia poco y es sólo una gripe—por si a alguien le suena la coletilla), pero en su periplo por el mundo, de oca en oca y de pollo en pollo, el virus va mutando; en Cantabria ha aparecido ya en un ave silvestre.

Nada nuevo, en el año de las pandemias. Europa no está sola en esto. Desde principios de 2020 hemos visto cómo se producían en China y Filipinas varios brotes de gripe aviar H5N6, que se transmite a humanos. Durante el verano China encadenaba brotes de gripe porcina G4, que también se transmite a humanos. Difícil una lista completa: gripe porcina en Brasil, gripe aviar en Egipto, en Japón, en Corea, en Irán… por no hablar del “anterior” coronavirus, MERS-CoV, que sigue introduciéndose en camelleros árabes. Todos ellos con el potencial de saltar de animales a humanos, es decir, con el potencial de convertirse en la próxima pandemia.

Por bizarro que parezca, en este momento la gran mayoría de aves y mamíferos en el planeta son animales de granja. La biomasa de cerca de 10.000 especies de aves y 6.400 especies de mamíferos suma menos que la del cerdo, la vaca y el pollo. Regiones como Europa destinan dos veces más campos de cultivo a alimentar a animales que a alimentar a personas (mientras, en otras partes del globo, unos nueve millones de personas mueren de hambre cada año). El español promedio ha multiplicado por cinco la cantidad de carne que consumía en 1960; el chino promedio, por más de diez. Para que la industria cárnica fuera sostenible, el consumo de carne de muchos países tendría que descender a menos de la mitad. España, a la cabeza de Europa en 2020, tendría que reducirlo a menos del 20%.

Esas granjas y cultivos destinados a pienso no brotan de la nada, sino sobre las cenizas de ecosistemas destruidos. Conforme avanza la agricultura y retrocede la maleza, el ser humano se aproxima a especies con las que no estaba previamente en contacto, como las que nos transmitieron el ébola, el VIH o el nuevo coronavirus. O, casi peor, aproxima a estas especies sus animales de granja, seleccionados para que tengan las mismas cualidades, lo cual los convierte en clones genéticos cada vez más vulnerables a las epidemias. Incluso si la enfermedad tiene otro origen, el hacinamiento industrial de animales supondrá siempre un problema: mientras que las cifras oficiales no llegan a los dos millones de víctimas humanas de coronavirus, sólo en Dinamarca se han sacrificado 17 millones de visones, tras detectar entre ellos “una cepa altamente peligrosa” (sobre todo, visto lo visto, para los visones).

No hablamos aquí de dietas saludables, ni de una consideración ética de los animales. Ni siquiera mentaremos el fantasma del cambio climático, los gases invernadero o los litros de agua que cuesta fabricar un gramo de carne. Hablamos simplemente de no sembrar futuras pandemias, y, desde este punto de vista, restringir en lo posible el consumo de carne no es una deferencia hacia los animales, sino hacia el ser humano.

“El año de la pandemia”, que tiene su comienzo simbólico en un mercado de animales de Wuhan, lo ha sido también de numerosos brotes epidémicos relacionados con la industria cárnica. Si una “nueva normalidad” genuina fuera imaginable, sería un escenario donde la población mundial redujera drásticamente su demanda de esta clase de productos. Desafortunadamente, el año que sale nos ha dejado claro, en todos los frentes, que casi nadie desea una “nueva normalidad”—que sería, en realidad, la primera normalidad que conociéramos. Hemos visto, día tras día, cómo el grueso de la población, sus líderes y representantes, se aferran tenazmente a las manías y obsesiones de ayer, presos de las inercias veteronormales. Como indicaba la epidemióloga Delia Grace a propósito de nuestra relación con los animales, “el mundo está tratando los síntomas de la pandemia de covid-19, pero no las causas”. Intentando regresar desesperadamente a lo que teníamos, para volvernos a situar a diez centímetros del precipicio.

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