De la tauromaquia

Se trata de que aún podemos (de la mano de José Tomás o Talavante, entre otros que percibieron con acuidad la necesidad conceptual de su oficio) disfrutar de un espectáculo demasiado verdadero

Francisco J. Fernández

Francisco J. Fernández (San Sebastián, 1967). Doctor en Filosofía. Ha sido profesor en la Universidad de Jaén e investigador en la Universidad del País Vasco. Actualmente es profesor de secundaria. Sus últimas publicaciones: Lycofrón. Diario de clase y El resto de la idea.

José Tomás, concentrado antes de hacer el paseíllo, en una imagen en Jerez.
José Tomás, concentrado antes de hacer el paseíllo, en una imagen en Jerez. JUAN CARLOS TORO

Dos dimensiones al menos tienen las corridas de toros, según Rafael Sánchez Ferlosio. La primera es que son acontecimiento, es decir, algo que ocurre una y solo una vez. La segunda es que se persigue un efecto estético (figura) de acuerdo con ciertas reglas, el cual no está situado al final de la corrida (aunque del entrar a matar se diga que es la hora de la verdad), sino que la atraviesa de cabo a rabo, nunca mejor dicho. Otros espectáculos, empero, no conjugan estas dos dimensiones. El fútbol, por ejemplo, es acontecimiento, pero no está atravesado por la estética, sino por la eficacia (por eso Ferlosio la llama función).

El ballet sí tiene una dimensión estética, pero no es acontecimiento, sino texto (pues puede ser representado varias veces sin pérdida significativa). El circo, por último, no es ni acontecimiento ni tiene dimensión estética (los malabaristas nos asombran, no nos complacen, por utilizar categorías clásicas). Así las cosas, las corridas de toros son una necesidad conceptual: sirven para satisfacer la feliz conjugación de acontecimiento y figura. Es quizá una triste gracia que el concepto imponga tales requisitos cuando los desdichados entendimientos finitos no podemos sino fijarnos en razonables razones, como la crueldad del espectáculo, la desconsideración hacia los animales e incluso la brutalidad del espectador, por no hablar de variables de tipo político. Pero, en fin, ese es un problema de los entendimientos finitos, no lo es para la potencia especulativa del espíritu. De hecho, he comprobado que tales desdichas son tanto más agudas cuanto peor torea el torero o menos hábiles son los que participan en la lidia (picadores torpes en el tercio de varas o subalternos que quebrantan al toro innecesariamente).

De este modo, las únicas críticas racionales que las corridas de toros merecen pasan por observar si traicionan esa necesidad que acabamos de mencionar, es decir, si olvidan que son acontecimiento y se convierten en representación (como cuando se percibe que el torero está repitiéndose, quejándose después de que el toro no transmitía), si olvidan que son figura y se convierten en función (como cuando se estiman las facultades atléticas del matador, por ejemplo al poner las banderillas), etc. A mi juicio, son verdaderas prostituciones de la tauromaquia, que vemos más a menudo de lo que se desearía, es decir, momentos en que parecemos asistir a un espectáculo deportivo (¿acaso nadie ha caído en la cuenta de que los toreros llevan manoletinas y no zapatillas con tacos?), en que parecemos asistir a un ballet (posturitas y postureos que no están al servicio de la faena), en que parecemos asistir a un circo (payasadas de los matadores, por no hablar de exhibiciones de fuerza o potencia, que tratan al toro como a un pobre animal amaestrado), y todo ello sin mencionar esos flacos favores que los taurinos se hacen a sí mismos distinguiendo estúpidamente por ejemplo entre toreros artistas y toreros técnicos.

De hecho, es mejor comprobar cómo otros espectáculos bizquean hacia la tauromaquia sin darse cuenta, es decir, sin darse cuenta de que echan de menos esas dos dimensiones de acontecimiento y figura presentes en la fiesta, pues no las conjugan (por eso es más terrible para el espectáculo, como venía a defender Bergamín, que una bailarina se tuerza el tobillo que el toro seccione una femoral). Esa pretensión especulativa (¡quién lo iba a decir!) la experimentan incluso los espectadores de los mismos, que pueden ser hasta antitaurinos furibundos. Pero lo cierto es que cuando se pretende que en el fútbol haya jogo bonito, que en el circo comparezca la estética (El circo del sol, por ejemplo) y que incluso el ballet pretenda acercarse a la unicidad del acontecimiento, todo ello no son sino intentos por escapar a las dimensiones que los determinan sin percatarse de la articulación conceptual a la que están asistiendo.

Cuando Velázquez pintó el retrato de Inocencio X, este, al parecer, exclamó: troppo vero! Aquello fascinó por ejemplo a Francis Bacon. Pues de eso se trata. Se trata de que aún podemos (de la mano de José Tomás o Talavante, entre otros que percibieron con acuidad la necesidad conceptual de su oficio) disfrutar de un espectáculo demasiado verdadero.

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