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Sube la cuesta cargada con las bolsas de la Plaza. Luce un vestido de flores de colores, suelto, ligero, a media pierna, “que ya tengo una edad”, como dice ella. Lleva un paso ágil, mitad prisa, mitad costumbre. El carrito de la compra se le rompió la semana pasada y aún no ha tenido tiempo de ir a por otro. Ay, la vida, que no da tregua. Castiga un sol de finales de junio y Paquita, pelo agraciado y tintado de rubio desde que aparecieron las primeras canas hace ya unos cuantos años, se encamina a casa a preparar el almuerzo.

Con una mirada serena pero cansada, reflexiona sobre las diferentes opciones para cocinar el pollo. A Manolo, a su Manolo, le gusta guisado, a fuego lento, nada de esas ollas exprés en las que una no sabe cómo ha quedado. A sus nietos, que comen en su casa de lunes a viernes, les encanta empanado y acompañado de unas buenas patatas fritas. Tocará una vez más multiplicar el tiempo y preparar las dos versiones. Una, para que no se queje el marido. La otra, para darles gusto a los reyes de la casa. Son su debilidad, para qué esconderlo. Y si ella es la que cocina, concluye, será ésa su santa voluntad. Después, ya lo vaticina, tendrá que discutir con la madre de las criaturas, que es su hija: “Estás siempre dándoles caprichos, consintiéndoles en sus gustos y eso no puede ser”. Parece que la estuviera escuchando.

Y tanto que no puede ser. Paquita no recuerda un día en su vida que se lo haya dedicado a sí misma. Apenas fue adolescente tuvo que dejar los estudios y comenzó a limpiar casas. Hacía falta el dinero y ella, la segunda entre varios hermanos, era la única mujer. Y eso es lo que hacían las mujeres entonces. Limpiar dentro y limpiar fuera. Formarse era secundario. Pero siempre fue espabilada y poco a poco y con esfuerzo fue ganando un buen dinerito hasta que se pudo colocar en una empresa en la que, mal que bien, se garantizaron sus derechos. Fue allí donde conoció a Manolo, aún muy jovencita, y no hubo otro hombre para ella. Él, electricista de oficio, siempre quiso quitarla de trabajar (en las oficinas, entiéndase, eso de hacer una cama nunca fue con él) aunque, ay, los tiempos no acompañaron.

Paquita madrugaba, iba y venía incansable. Llegaron los hijos y siguió, imbatible, al pie del cañón. Cambió el turno. Se levantaba, los llevaba al colegio, volvía a casa, ordenaba, limpiaba y preparaba. Después, a recogerlos, darles de comer, llevarlos con su madre y corriendo a las oficinas. Hasta la noche. Así, día tras día. Toda una vida. Esos hijos sí pudieron estudiar, varón y hembra, por igual. Ambos hicieron carrera, máster e idiomas, pero la precariedad tampoco les perdonó. Muchas horas de trabajo y dificultades para llegar a fin de mes. Y por fin los nietos. La jubilación. De ella y su marido. Pero de nuevo, hay que arrimar el hombro. Alguien tiene que cuidar de los nietos, su locura, su alegría de vivir. Y también su nuevo trabajo, que se ampliará a jornada completa con las vacaciones escolares que, otro año más, están a punto de llegar. Vacaciones para quién. Aunque sobre eso ni se para a pensar. Ya tiene demasiada tarea con decidir sobre el pollo. Paquita carga las bolsas y pasa por delante del bar donde su Manolo apura un chato de vino mientras conversa con el camarero. Lo mira de reojo. Ya está llegando a casa. Por fin. Ay, la vida, que no da tregua. A unas más que a otros.

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