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Sentada junto a su marido, Palwasha, relata con inusitada serenidad la historia de su huida. La de ellos dos y la de sus tres hijos, de cuatro, seis y ocho años. Palwasha aún no ha cumplido los 30 y ya sabe lo que es mirar de frente a la muerte. Esta mujer afgana no llora mientras cuenta cómo escaparon de ella. Su marido, Ataie, sí lo hace. Las lágrimas le caen en silencio y él las deja marchar para que ese profundo dolor escape para siempre. Ambos se miran un instante mientras Jabil, Munir y Osman juegan en compañía de unos amigos. Osman es el más pequeño de los tres y está afectado con Parálisis Cerebral. Son cinco refugiados en España, al fin y al cabo unos privilegiados a tenor del bajísimo porcentaje de aceptación cumplido por el Gobierno.

No importa mucho el idioma en el que Palwasha habla. Vivían en Kabul, donde su marido trabajaba como tapicero. Persona inquieta, pensó que era una buena idea transmitir su oficio a sus conciudadanos y empezó a formar a hombres y mujeres. Ahí comenzaron las amenazas de un gobierno conservador que no les facilitaba precisamente a ellas el acceso laboral. Al principio estas amenazas se lanzaban solo a él, pero el miedo subió de nivel cuando las intimidaciones se hicieron serias hacia su mujer y sus hijos. Tras varios meses de pánico no quedó más remedio que escapar. Como tantos otros miles, marcharon primero por tierra y luego por el Mar Mediterráneo. Y lo hicieron con pocas garantías y por supuesto, con poca seguridad.

Los varios días de travesía embarcados en una lancha semirrígida en la que se triplicaba el número de tripulantes permitidos concluyeron en una noche de tormenta, explica Palwasha, en la que las olas tambaleaban una y otra y otra vez la estabilidad del maltrecho bote. Su marido y ella intentaron inútilmente agarrar a sus tres hijos y evitar caer al océano, pero la fuerza del temporal fue más fuerte y dos de ellos salieron despedidos y no los pudieron recuperar. El desaliento y la desolación completaron las pocas horas que les restaron, una vez se calmó el temporal, para alcanzar la orilla griega. Ellos aún no lo sabían pero sus hijos también lograron llegar a tierra firme y ser rescatados por un grupo de voluntarios.

La instalación en uno de los campamentos tampoco fue sencilla. Un hijo con una discapacidad grave y unas lluvias torrenciales complicaban la estancia y la salud de Osman comenzó a empeorar mes tras mes. Una pérdida de peso considerable hacía a sus padres, una vez más, temer por su vida. La desesperación era absoluta. Tuvo que ser la voluntad de una ong española, Bomberos Sin Fronteras la que, mediante un ejercicio de presión institucional y un esfuerzo titánico, consiguiera sacarles de allí hasta un centro en Valencia. “No nos lo creemos”, chapurrea Palwasha en un precario español. Han pasado seis meses. Y están vivos.

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