Mujeres rurales: la red diversa que sostiene el territorio

El cuidado del territorio, a la sombra de las actividades más importantes (varear frente a aliñar las aceitunas, esquilar a las ovejas frente a tratar la lana y convertirla en ropa), ha definido la vida de las mujeres rurales que no siempre tienen que ser las que hacen quesos o venden leche

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Periodista.

La ganadera Pilar Arteaga, mujer rural en Las Pachecas, en Jerez.
La ganadera Pilar Arteaga, mujer rural en Las Pachecas, en Jerez. MANU GARCÍA

Está con la cabeza agachada, apretando con fuerza la cuajada para sacar el suero de lo que, en un rato, tras horas será un queso. Podría parecer que, con la presión de unos dedos agotados se está echando fuera lo que no sirve, lo que no cuenta. Soltamos el suero, dejamos el queso. Pero no es así, el suero luego puede ser alimento para los animales que recibirán un aporte de grasa extra mientras, en la nevera, la cuajada se va vistiendo de un blanco impoluto, más brillante, más frío. Se está transformando en queso gracias al cálculo matemático de añadir el cuajo (coagulante le dirán por ahí), los movimientos precisos, la temperatura justa y la presión de esos dedos zajados. Y luego, ir a ver el queso a la nevera, cada rato, para darle la vuelta y salarlo por ambas caras. 

Son los preparativos previos, que se hacen de manera callada, para la fiesta del desayuno con pan aceite y queso. Mi madre trabaja, prepara, avanza en los trabajos que luego nos reúnen en torno a la mesa con deseo, con las ganas que dan haber estado bajando las aceitunas de los olivos. Pienso, mientras corto el queso, mientras la hoja de la navaja rompe el velo blanco que hoy es el Día de la Mujer Rural.

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Mi madre vendía leche montada en una burra antes de ir al colegio. Traía la leche del campo al pueblo y a veces dejaba la burra amarradita e iba al colegio. Mientras, mis tías recogían aceitunas o lo que tocase en ese momento del año. Los colchones de paja y las almohadas de lana de oveja. Luego llegaron los hijos, calentar el hogar con la copa de cisco y secar hierbas.

El cuidado del territorio, a la sombra de las actividades más importantes (varear frente a aliñar las aceitunas, esquilar a las ovejas frente a tratar la lana y convertirla en ropa), ha definido la vida de las mujeres rurales que no siempre tienen que ser las que hacen quesos o venden leche. No existe una única mujer rural, no es un sujeto asimilado y exótico. Bajo una diversidad que ensancha en lugar de encoger, me gusta pensar que somos una suerte de enredadera que hace que todo se sostenga. La de la frutería que vende los productos de las tierras cercanas, la que escribe y documenta el campo, la que organiza talleres, las que quedan para coser y recogen a la que la casa ya se le queda grande.

También está mi amiga la que pinta, las que están con las manos en la masa literalmente porque han recuperado recetas de un pan que parece que se está acabando (a ver dónde encuentras tú en la ciudad un pan pan). Una colectividad de mujeres diversas que conservan en sí mismas y en sus modos de vida un el apego al territorio en un sistema capitalista devorador atravesado por la depresión y la ansiedad en una suerte de soledad de la especie que nos mantiene desligados de nuestro entorno (nosotros humanos estamos aquí – tú árbol, vaca u hongo estás ahí).

En el Día de las Mujeres Rurales debemos poner en valor ese entramado que sostiene, ser justas con la geneología, reunirnos, escucharnos y comprendernos para crear días e historias atravesadas por la luz, pero también consistentes, una red de ayuda que nos permita crear, impulsarnos y reconocer el potencial de nuestros modos de vida, saberes y experiencias. Porque, como escribió Donna Haraway “importa qué historias contamos para contar otras historias, qué pensamientos piensan pensamientos, qué conocimientos conocen conocimientos”. Y hoy es días para contarnos.

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