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Suena el despertador. Cinco de la madrugada. Su marido, a su lado, se revuelve en la manta y sigue durmiendo. Para ella, sin embargo, ha comenzado la jornada. Lubna, la mujer de pelo azabache y la eterna sonrisa comienza la tarea diaria recogiendo la ropa del tendedero y dejando limpia y ordenada la casa. A las seis y cuarto despertará a cada uno de sus cuatro hijos con el desayuno ya puesto sobre la mesa y dos cafés bien cargados en el cuerpo. También dejará listo el de su marido, al que aún le queda un poco para levantarse. Toca recoger los dormitorios y ayudarles a asearse y vestirse. Son aún muy pequeños (la mayor tiene apenas ocho años) y la faena no es poca. Una hora después saldrá por la puerta de su casa con sus cuatro vástagos para ir repartiéndolos por los diferentes centros escolares. Justo antes de cerrar la puerta, escuchará el sonido del grifo del baño. Su marido acaba de entrar.

El recorrido por las carreteras de Jerusalén Este no es fácil a esas horas de la mañana. Al tráfico tumultuoso y caótico se suma un asfaltado nefasto lleno de irregularidades y socavones que hay que sortear con destreza para no acabar reventando una rueda. Charcos, barro y una iluminación precaria completan el paisaje que debe conducir a toda prisa camino de su trabajo. Licenciada en Dirección y Administración de Empresas, con dos másteres específicos, uno en administración pública y otro en feminismo, Lubna llega puntual, a las ocho, a su puesto de trabajo en una organización. La carga de trabajo diaria es alta, y la jornada laboral se prolonga horas y horas. Hay días en los que tiene que marchar un rato al mediodía para resolver algún asunto con sus hijos, cuando sus padres no pueden hacerlo.

Pasan las seis y media de la tarde cuando Lubna empieza a recoger sus cosas. Apenas ha comido, como es habitual en ella, para ganar tiempo. Eso sí, cafés y bebidas energéticas las podría contar por pares. Con el rostro cansado, pero sin perder la sonrisa un solo segundo, se va despidiendo para iniciar el camino de regreso a casa. Primero, pasará a hacer la compra y después recogerá a sus hijos de casa de sus padres. No antes de las ocho llegará de vuelta a su hogar donde su marido ya está sentado viendo la tele y fumándose un cigarro. Un beso escueto para ella y para cada uno de los niños mientras se incorpora a poner la tele. Es la hora de los baños y de preparar la cena. Lubna coloca las cosas de la compra mientras su hija mayor ayuda al pequeño a desvestirse. Simultaneará faena en la cocina y en el cuarto de baño de un lado al otro del pasillo mientras él, relajado, se quejará del ruido que reina en la casa.

Termina la jornada, exhausta, cenando lo que unos y otros han dejado en los platos. Recoge la mesa deseando poder sentarse un rato en el sofá.  Con un poco de suerte, su marido se irá a la cama pronto y podrá poner alguna novela que le ayude a desconectar un rato. Lo que Lubna no cuenta, lo que su sonrisa no dice, es que su marido apenas le dirige la palabra, a pesar del esfuerzo diario, de ser mujer trabajadora y ama de casa, a pesar de no quejarse, de ir siempre con una sonrisa, de cuidar de sus hijos. Lo que Lubna no sabe, sin embargo, es que su marido no soporta que ella sea tan lista, que tenga tanta preparación y que gane más que él. Él sabe que es un cabeza de familia descabezado y lo odia. Y la odia. Mientras ella, con su cabello azabache y su eterna sonrisa, velará por que todo salga adelante.

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