Azadones en un huerto.
Azadones en un huerto. MANU GARCÍA

Los paisajes no tienen memoria. El mundo está en constante evolución. Nosotros tenemos grabados el paisaje de nuestra infancia, que son distintos al de nuestros padres y al de nuestros hijos. La nostalgia del paisaje que fue muere con cada generación.

Algo parecido ocurre con los sabores. Los pucheros, los guisos, los dulces de nuestras abuelas eran únicos, irrepetibles. O no. Porque es en los olores y sabores donde más memoria tenemos los humanos. Miles de aromas y sabores se almacenan en nuestro hipocampo y su recuerdo es mucho más intenso y duradero que el de las imágenes o los sonidos.

Son decenas las historias que tienen en el aspecto gastronómico el cordón umbilical de la historia. Valga como referencia la maravillosa Pan de limón con semillas de amapola de Cristina Campos llevada de forma preciosista al cine por Benito Zambrano.

Incorporando nuestro propio toque, que es nuestra propia personalidad y experiencia, podemos lograr que el paisaje de sabores y olores de nuestros mayores se renueve y actualice, y a la vez perdure. Basta con salvaguardar y utilizar todo lo que ya existía. Tiempos, técnicas, medidas, procedimientos e ingredientes.

Es en esto último donde, de forma inesperada tenemos el gran reto porque están desapareciendo cada día multitud de productos locales, singulares, irrepetibles en la mayor parte de los casos. Porque no hay relevo generacional en aquellos que saben cultivarlos, obtenerlos, elaborarlos, conservarlos. Porque son cada vez menos viables esas actividades pues no hay público que las valore y las compre.

Asisto con no poca sorpresa en la frutería cuando alguien pregunta si esa sandía pequeña blanca y rayada en verde está dulce, refiriéndose a la cidra; o señalar a los alcauciles preguntando qué son y como se cocinan, o maravillarse de que la calabaza roteña se coma. El frutero me confiesa luego en privado que tiene que dejar de traer numerosos productos porque el público ya no los demanda, porque no sabe qué hacer con ellos, solo quieren A B C, me explica, que no tenga mucho que limpiar ni cocinar.

Queremos dejar atrás todo aquello que nos recuerde a la pandemia, con el riesgo de que también dejemos atrás las cosas que aprendimos como es la importancia de tener un sólido sector en la agricultura, la ganadería y la pesca. Lo mucho que se hubiese agravado la situación de no haber sido por ellos. Les aplaudíamos entonces, los olvidamos hoy. Ellos y ellas, ya lo hacían antes, y lo siguen haciendo hoy, cada día.

Miles de hortelanos, agricultores, ganaderos, apicultores, pescadores, mariscadores con manos fuertes y ágiles, con sabiduría y oficio trabajan cada día con el propósito de alimentar a sus vecinos. Son ellos los guardianes de tantas variedades locales, de razas autóctonas, de técnicas y manejos que son, llevados a nuestra mesa, el paisaje de olores y sabores de nuestros abuelos y que nosotros podemos hacer propios, y conectarlos con las futuras generaciones.

Se acercan fechas de celebrar, solemos hacerlo con familiares y amigos en torno a la mesa. A veces se nos desborda el ingenio tratando de sorprender con una novedad culinaria, un producto, una receta desconocida traída desde un remoto lugar del mundo. Está bien el mestizaje y el enriquecimiento que traen aunque merece la pena reflexionar sobre lo que encierran.

Las campañas de publicidad de las grandes cadenas, la distribución mundial de alimentos ha logrado la paradoja de ponernos muy accesibles productos de lejanos países, pero no los que se producen a pocos metros. Las compras a gran escala de la distribución, los contratos con mayoristas, la necesidad de generar economías de escala impulsada por los oligopolios tiene como único afán que les compremos. Es en ese punto donde se resquebraja el sistema, las grandes empresas, absorbidas por el plano mercantilista, olvidan su fin básico inicial, proveernos de alimentos, y se vuelcan en el objetivo financiero, vendernos, lo que sea, a un precio que nos resulte atractivo. Nos alienan y dejamos de ser consumidores para convertirnos en compradores. Y lo están consiguiendo, casi el 90% de las compras de alimentación las hacemos ya en las grandes cadenas de alimentación.

La estrategia está bien orquestada porque a la facilidad de acceso, ya que han inundado de establecimientos nuestros pueblos y ciudades (Mercadona, Lidl y Carrefour controlan el 41,2% del mercado de nuestra alimentación), se les incorporan mensajes del tipo: listo para comer, fácil y rápido, abrir y servir. Todo bajo el paraguas de que ir a comprar y cocinar es perder el tiempo, de que ellos nos ayudan a ahorrarnos tiempo y dinero.

Es falso. El Pa Sencer Cooperativa ha elaborado un estudio titulado Mapeo sobre el precio y el valor de los alimentos en Catalunya, su conclusión es contundente, pues si al precio que pagamos en caja por los alimentos le incorporamos todos los costes ocultos asociados a la alimentación, la cesta anual de la compra más barata es la que se realiza en grupos de consumo con criterios agroecológicos. La cesta media anual comprada en canales convencionales son 2.189,10 euros frente a los 1.752,54 euros de coste en los grupos de consumo.

Hay que revolverse, zafarse de la trampa del gran sector de la distribución. Es hora de poner en valor la ley económica básica de la velocidad de circulación del dinero. Está mejor acudir a nuestro mercado de abastos tradicional. Nos lo agradecerá nuestra salud y nuestros bolsillos. Acudir a nuestros comercios de barrio y cercanía y hacernos cómplices de fruteros, carniceros, pescaderos para refrescar, nunca mejor dicho, los conocimientos sobre productos de temporada, sobre productos de cercanía, sobre variedades propias de nuestra zona, y llevarlas a nuestra mesa, y hacer el mejor homenaje a los nuestros, los que están y los que se fueron, salvaguardar nuestros productos, nuestras recetas, nuestros sabores, porque todo eso son nuestros paisajes.

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