No somos mejores por leer, pero tú si eres peor por no hacerlo

Desde que la muchachada cateta de todas esas redes instantáneas prefiere influenciar antes que influir, se cree también con el derecho a sentar cátedra sobre las contraindicaciones de la lectura. Y así le luce el pelo al rebaño que la sigue

04 de septiembre de 2025 a las 10:33h
Jóvenes en la Feria del Libro de Cádiz.
Jóvenes en la Feria del Libro de Cádiz.

Hay una muchacha por ahí, de las que hoy van saltando de móvil en móvil, que reclama el derecho a que no nos guste leer y el mantra de que no nos pensemos mejores porque leamos. Desde que la muchachada cateta de todas esas redes instantáneas que atrapan más que conectan prefiere influenciar antes que influir, se cree también con el derecho a sentar cátedra sobre las contraindicaciones de la lectura. Y así le luce el pelo al rebaño que la sigue. Y la idiotez. Y hay que subrayarlo dentro de nuestras posibilidades, que siempre son menos que las suyas.

Tiene razón la influenciadora cuando insiste en que no nos creamos mejores por leer. La historia está cargada de argumentos a su favor, y quizá la Alemania nazi sea el ejemplo más escalofriante: un país rebosante de gente culta que supo mirar para otro lado sin que se le notase. Pero, como la influenciadora en cuestión se conforma con no llegar a influyente de verdad, tal vez olvida que es posible que leer no nos haga mejores, pero que no leer sí nos hace claramente peores. Y por eso ella misma es peor que si leyera, porque si lo hiciese, en primer lugar se ahorraría sandeces como la que ha soltado con aire de filósofa del callejón.

No leer supone claudicar del ensanche de nuestro propio mundo, siempre tan estrecho; limitarnos a nuestro pequeño y concéntrico universo de preocupaciones personales hasta el punto de convertirlas en animales, es decir, en preocupaciones tan elementales que en vez de contribuir a la magia de personificar las cosas rememos en la dirección de animalizarlo todo, de muñequizar lo que nos rodea, lo cual está siempre a un tris de ese temible peligro de convertirnos en esperpento de nosotros mismos.

Porque la lectura, más allá de tragarnos todo lo que nos echen tan fácilmente por las pantallas que nos atenazan tan dulcemente, supone el esfuerzo de activar el logos no en la dirección de nuestro propio ombligo sino en la de los ombligos de los demás; de quienes escriben, probablemente en contra de lo que yo puedo opinar sin haber contrastado nada con nadie. Leer lo que otro dice, cuenta o argumenta activa mi propio juicio, mi propia posibilidad de sumar razones en la misma dirección o articular razones en la contraria; de que se me vayan abriendo, por dentro, capullos de creatividad que se daban por dormidos.

Decía Wittgenstein, un influyente filósofo de veras, que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo, y eso quiere decir que cuanto menos maneje el lenguaje –y a ello contribuyen inevitablemente mis lecturas- más chato, corto, limitado, ridículo y primitivo será mi mundo, tal vez resignado a ver sin mirar, a oír sin escuchar y a mirarme a mí mismo todo el tiempo porque en realidad no he sabido crear las sobradas conexiones que se me presuponían a cierta edad por falta de estímulo. Dicho de otra manera, tal vez más gráfica, que corro el peligro de aburrirme como una ostra si no tengo a mano un móvil con el que hacerme compulsivamente selfis y copiar chorradas de cualquier parte cuya fuente y veracidad no me importan lo más mínimo. Así funciona este rebaño, cada día más numeroso. Y hay quien le compra el barato discurso hasta convertirlo en ley.

En Educación, por ejemplo, siempre andamos en esa cuerda floja de creer que la adquisición de conocimientos y estrategias como la de la lectura han de ser procesos necesariamente divertidos, sin pararnos a reflexionar sobre la evidencia de que tal vez las diversiones plenas lleguen luego, a posteriori, una vez que se ha aprendido o en una fase suficientemente avanzada del aprendizaje. La Educación en sí se antoja menos divertida que el estado salvaje con el que arribamos todos en este mundo, en esta vida.

En este sentido, el mayor problema de muchos adolescentes es su falta de costumbre –de oficio, me atrevería a decir- de leer fragmentos más o menos largos, y entiéndase por largo un folio aproximadamente. A demasiados estudiantes de bachillerato –de nivel medio- le parece hoy un folio la Biblia en pastas y probablemente lo expresa así, y sin rubor, si tiene la ocasión, porque estamos acostumbrando a los jóvenes al fragmentarismo propio de las redes, a la instantaneidad juguetona de los mensajes sin fondo, a la discontinuidad de los textos coloridos.

De modo que les resulta difícil lo que no lo parecería a simple vista o desde la teoría: leer un texto cualquiera y entenderlo cabalmente, es decir, saber lo que dice, fundamentalmente, cuál es su idea principal y cuáles son algunas de sus ideas secundarias. Solo eso.

Solo eso –y nada menos- es lo que habría que promocionar en nuestras escuelas si le tenemos más fe a que nos influyan los sabios que en este mundo han sido que a que nos influencien los cualquieras que no tuvieron ocasión de aumentar su felicidad leyendo.

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