Hacía siglos que no llovía así, como en la memoria de mi madre, cuyas gotas de agua resbalaban por sus palabras hasta mi imaginación de niño cuando ella decía, ahuecando la voz, que se llevaba meses y meses, el invierno entero, lloviendo sin parar, con los hombres dentro de las casas, y yo los imaginaba como lobos esteparios dando vueltas por el salón, o por aquella cocina amplísima que hacía las veces de salón o comedor que tenía mi abuela y por donde mi abuelo, ya en un tiempo en que no llovía tanto, no lograba adaptarse entre el pozo que también servía de fregadero y aquella sillita baja donde él echaba sus reflexiones y cigarrillos como un filósofo del día que no conocía la prisa. Allí sentado, y mientras llovía en el corral en tiempos indefinidos de mi infancia, recuerdo las trébedes (las “estrebes”, se decía allí) sobre la copa de cisco, la tostada encima, los dedos sarmentosos de mi abuelo dándole la vuelta para que se dorara por ambos lados… los mismos dedos que yo había visto tantas veces manejar con maestría la navaja campera para mondar los higos de penca evitando las puyas…
También él, y mi abuela, referían algunas veces aquella proeza de que se llevara tanto tiempo lloviendo, como cuando el diluvio o más, y yo vislumbraba el drama de unos hombres que no estaban hechos para permanecer en casa, y sufría en el fondo de mi empatía con mi abuela, mi bisabuela, sus hermanas, sus vecinas remotas que yo no había llegado a conocer, imaginando el sufrimiento de unas mujeres que tampoco se habían casado para aguantar a sus maridos allí dentro y que soñaban con el día en que por fin luciera el sol y ellos pudieran salir por fin de aquellas casas mustias y húmedas que no habían sido pensadas para albergarlos tanto tiempo, sino para que volvieran, siempre volver, al sol puesto, después de la taberna, después de la tertulia, después de lo que fuera. Debe ser cierto aquel verso de Borges: la lluvia es una cosa que sin duda sucede en el pasado...
Estos días he visto llover y he andado, distraído, como cuando entonces oía las canales como puntos suspensivos que siempre volvían a tener continuación en aquellos años lejanísimos en que el tiempo pasaba infinitamente más lento, porque se concentraba en cada gota que eternizaba su caída y nosotros observábamos como una crisálida que concentrara nuestro propio reflejo, ignorantes de que el tiempo iba a pasar, a secas, en una sequía terrible de décadas, disimulando, hasta que muchos años después, ya en el ecuador probable de nuestra propia vida, uno recordase aquellos atardeceres grises en que, en el patio del limonero de mi abuela, no cesaba la lluvia, y mi tía se arrellanaba bajo la mesa camilla, en aquellas incómodas sillas de anea que constituían el escaso mobiliario de la casa de baldosas que bailaban, y mi abuelo cortaba tiras de balacao con mucha precisión porque el bacalao, como todo entonces, menos la lluvia, era muy caro.