Yo estudié en una facultad de Periodismo, la de Sevilla, tan novata y acomplejada de sí misma que prefirió bautizarse con el pomposo nombre de Ciencias de la Información. Aquel membrete, pensándolo en la distancia, no sería tan disparatado, huyéndole al honorable sustantivo de Periodismo a secas, si se tiene en cuenta que allí había pocos periodistas de verdad. La mayoría de los profesores aterrizaron desde otras facultades para hablarnos de Lingüística, de Literatura, de Cine, de Estética, de Política y de Historia, y gracias a ello adquirimos una cultura medio decente. El resto de las materias eran galimatías de periodismo teórico impartidas por gente que apenas había pisado una redacción y estaba haciendo todo lo posible por, en efecto, no pisarla jamás, pues con el tiempo fueron consiguiendo galones universitarios gracias a aquel artificio de llamar al Periodismo Ciencia de no sé qué. De modo que, salvo el honroso caso de Antonio Ramos Espejo, que sí era un periodista de raza que entró y salió de la Universidad con lo puesto, el resto de aquel profesorado empeñado en hacer del Periodismo un gazpacho dialéctico, inútil e institucional de la comunicación y sus negocios, no pudo legarnos ningún nombre fundamental de nuestro oficio simplemente porque tenían otras motivaciones que se fueron demostrando con el tiempo.
Nunca, por ejemplo, nos hablaron del fundamental Manuel Chaves Nogales, ni siquiera porque fuera sevillano; ni siquiera porque leyendo lo que escribió nos hubiéramos ahorrado toda la Escuela de Frankfurt; ni siquiera porque su talento viniera heredado de un padre, Manuel Chaves Rey, y de un tío, José Nogales, que lo fueron todo en aquel auténtico periodismo sevillano tan adelantado al Nuevo Periodismo que parecía haber inventado Tom Wolfe con su chaquetita blanca solo porque aquí nos encanta una novelería que venga de cuanto más lejos, mejor. Menos mal que, años después, a la profesora y catedrática de instituto María Isabel Cintas le dio por ir rescatando la obra de aquel periodista tan adelantado a su tiempo que fue olvidado en pleno franquismo después de recorrer Europa (incluso en avión) con su cuaderno y su bolígrafo, versado en un oficio que consistía en andar y contar. Menos mal que, en algún congreso circunstancial, alguien pronunció los nombres de César González Ruano y Josep Pla. Menos mal que uno conoció, persiguiendo la memoria de Machado, a Corpus Barga. Menos mal que uno quedó hechizado con aquella película de José Luis Cuerda que resultó estar basada en una novela de Wenceslao Fernández Flórez titulada El bosque animado y que descubrió por sí mismo que el tipo, además, era un genial cronista parlamentario. Y menos mal que uno, vacunado contra la novelería de buscar genios del periodismo en las antípodas, prefirió indagar en la obra periodística de un sevillano que había nacido en mi pueblo natal, que se llamaba Joaquín Romero Murube y que merecía una tesis doctoral porque toda su obra fundamental tenía su origen en aquellas cuartillas apaisadas que él mismo llevaba a la rotativa.
Insisto en todo esto porque debieron decirme, allá en la Facultad que no se llamaba de Periodismo y en aquellos años, que había que leer también al gallego Julio Camba (1884-1962). Pero ya digo que el descubrimiento de todos los demás genios tuvo que venir con el tiempo y bien lejos de toda aquella administración de créditos para sacar la carrera. La vida.
Julio Camba es un genio del periodismo que conecta la mayor frescura de Larra con el Paco Umbral más lúcido. Ahora –y nunca es tarde- una magnífica edición a cargo de Francisco Fuster en la colección Letras Hispánicas de la prestigiosa editorial Cátedra publica Mis páginas mejores, y uno no puede sino paladear capítulo a capítulo (artículo a artículo) y acordarse de lo mucho que citaban en nuestra facultad a Umberto Eco.
A Julio Camba se lo rifaban los periódicos de las primeras décadas del siglo XX. Dio varios saltos de unas cabeceras a otras –de El Mundo a La Correspondencia de España y de La Tribuna al ABC o El Sol- porque en cada cual le pagaban un poco más por sus deliciosas crónicas viajeras por Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, Suiza, Turquía o Estados Unidos. La edición de Fuster recoge incluso algunos de los artículos que escribió en su Galicia natal antes de echarle esa ojeada al mundo que terminó por replegarse cuarenta años después en el hotel Palace de Madrid, donde vivió la última década larga de su vida.
El mérito de Camba es que consiguió elevar la columna periodística a la categoría de alta literatura. Por eso hay que leerlo como periodista y como literato; en suma, como escritor de periódicos que luego publicaba libros con un material cocinado en ese nervio equilibrista de escribir rápido y bien. Su fino humor y su profunda inteligencia le permiten llegar a cualquier lugar del planeta y calarlo, hasta el punto de pergeñar un acertado tratado filosófico que despertaba el apetito lector, viajero y humanista entre su legión de lectores.
Fue el maestro Dámaso Alonso quien preparó la primera antología de los mejores artículos de Camba en 1955, cuando se los publicó en la Biblioteca Románica Hispánica a cambio del rechazo del periodista a entrar en la RAE. Luego, salvo un par de ediciones de Austral y Pepitas de calabaza, estas páginas mejores de Camba se las fue llevando el viento del olvido por la sencilla razón de que Julio Camba no ha formado nunca parte del canon oficialista de primeras plumas de este país. Otra injusticia de tantas. A Camba hay que leerlo para reconocer cómo se escribe bien, y no solo para que los plumillas de este país aprendamos, sino también para que la juventud adquiera las verdaderas destrezas de la compresión lectora aprehendiendo todas esas sutilezas imposibles para el Tiktok, desde la ironía al resto de inferencias que solo leyendo mucho pueden adquirirse y así comprender mejor un mundo que hoy por hoy trata de dominarnos y no al revés.
Ya hace más de un siglo, hablando de políticos, dejó escrito sobre su tierra el maestro: “Galicia es una tierra de sardinas y políticos. Las sardinas nacen unas de otras, y los políticos también. Para ser un político gallego, lo primero que se necesita es ser pariente de otro político gallego. El hijo de un gran político gallego tiene, desde su nacimiento, categoría de ministro; el sobrino tiene categoría de subsecretario o de director general, y así sucesivamente. Y cuando uno no es hijo ni sobrino de ningún político gallego –cosa rara, dada la portentosa facultad de reproducción que caracteriza a esta región-, entonces tiene uno que hacerle el amor a una sus hijas o una de sus sobrinas. Huelga advertir que a los que emparentan por este procedimiento con los prohombres de la política se llama parientes políticos”.
Americanadas
Un poco como el también olvidado durante tanto tiempo Stefan Zweig, Camba escribió de un mundo de ayer que se fue desvaneciendo conforme estallaba la II Guerra Mundial. Fíjense, por ejemplo, en que cuando Juan Ramón Jiménez navegaba lento en su Diario de un poeta recién casado -entre 1916 y 1917- hacia Nueva York, Camba ya volvía de aquella ciudad automática porque se había cansado de los yanquis como se cansaba de todo en cuanto había enlatado su esencia en una colección de artículos imprescindibles porque, en su conjunto, conforman un ensayo más que lúcido y profético. Camba se impresionó del afán de los americanos por la cantidad, por el récord y por el titular con valor monetario, e ironizó en “Los Estados Engomados” sobre la capacidad de sus ciudadanos de mascar chicle a todas horas, también sobre el self-made-man, sobre la capacidad de crear espectáculos a partir de los simulacros de catástrofes que tanto gustaba al periodismo de allá, sobre la broma que suponía ir a una peluquería o la democracia mal entendida en los restaurantes y, gran gastrónomo como fue siempre (no se pierdan La casa de Lúculo), sobre la mala comida en un país donde “si el apetito le apremia a usted, puede usted entrar a tomar un bocado en cualquier parte: en una botica, en un cinematógrafo, en una papelería o hasta en un estanco, porque desde que los restaurants se han dedicado aquí a vender cigarrillos, los estancos, ni cortos ni perezosos, se pusieron a servir comidas”.
Este comentario inicial en un artículo publicado al día siguiente de la proclamación de la II República en nuestro país, en abril de 1931 –en su segunda estancia en la ciudad de los rascacielos, cuando ya se había marchado Lorca-, no le hace perder capacidad de ironía para anunciar luego: “Durante los dos o tres primeros meses de su estancia en Nueva York, uno se pasa la vida protestando contra la falta de cocina; pero luego esa falta de cocina se le aparece como una liberación. ¡Qué placer el de poder hacer comidas que no sean siempre perfectas! ¡Qué gusto el de poder tomar a cualquier hora cosas que no estén por obligación exquisitamente condimentadas! Los americanos acabarán por libertar al mundo de la tiranía de la cocina, todo lo amable, todo lo grata, todo lo deliciosa que ustedes quieran, pero tiranía al fin, y la Humanidad se sentirá entonces mucho más joven que ahora”.
Cuando va a una sastrería para que le corten un traje y el modista no le tiene en cuenta la barriguita, él protesta no por una cuestión vanidosa o estética, sino jurídica, dice.
“El vendedor quería insinuar que el que estaba mal cortado era yo, y esta insinuación me molestaba mucho, no tanto, precisamente, desde un punto de vista estético como desde un punto de vista jurídico. Yo creo, en efecto, que tengo un perfecto derecho a descuidar mi corte. Ya sé que no soy, ni mucho menos, un Rodolfo Valentino; pero no es esto lo que me indigna, sino el que se me niegue la libertad de serlo”. Cuando el vendedor lo conmina a hacer un poco de gimnasia, Camba continúa: “En este consejo, dado con la mejor buena fe del mundo, está todo el principio de la industria americana, que consiste, según he dicho tantas veces, en estandarizar a los hombres para poder estandarizar las mercancías. Yo no hago gimnasia porque opino que si un traje no me sienta bien es en él y no en mí donde hay que quitar o añadir tela. Es decir, yo supongo que un traje puede no sentarme bien, y nunca se me ocurrirá pensar que yo no le siente bien a un traje”.
Por Europa
Camba, siempre libérrimo, no perdió oportunidad de saltar de un país a otro cuando un mejor contrato se lo permitía. Y en todas partes conservó la autonomía de verlo todo sin que lo cegaran los tópicos que él pudiera llevar o que se encontraba. Adelantado al Discurso de la mentira de Romero Murube, escribe de la capital francesa en 1912: “El español de París resulta un tipo extraordinario. Aquí se aficiona uno a los toros. Aquí muchos muchachos catalanes y gallegos adquieren el acento andaluz. Aquí, en el Tabarin, en el Bullier, en el Elisée Montmartre y en el Moulin de la Galette, aprende uno a bailar flamenco. Aquí se han puesto muchos españoles la primera capa y el primer sombrero cordobés”.
A Camba le daba poco saltar de París a Londres o a Berlín. En la capital inglesa, por ejemplo, que le gustaba poco, escribe: “¿Cómo quieren ustedes que las inglesas no sean frías si el sol de Inglaterra está tan mal imitado? Este país nunca podrá dar gran cosa de sí. Aquí no habrá jamás revoluciones románticas ni crímenes pasionales, y, sobre todo, no habrá generosidad. Se es mucho más generoso en el verano que en el invierno, y en Madrid que en Londres. Los grandes móviles de la generosidad humana son el sol y el vino de Jerez”. Y eso después de haber escrito sin empacho otro día, por ejemplo, que “la inglesa que sale bonita es delicada, ideal y adorable como no lo es mujer bonita de ningún otro país, pero la inglesa que sale fea, da miedo. Es fea de un modo rotundo, fundamental y definitivo. (…).
En otras partes, la mujer fea tiene los ojos bonitos, la boca agradable o la nariz fina; si es absolutamente fea de cara, tiene un cuerpo apetecible; generalmente es simpática y, en último caso, es distinguida. Yo me echaba a temblar en España siempre que me anunciaban la presentación de una señorita muy distinguida, porque sabía de antemano que iba a ser horrible. Ahí las feas son distinguidas, simpáticas, inteligentes o buenas. Aquí son malas, desgarbadas, antipáticas, estúpidas y cortas de vista; usan lentes y hacen propaganda a favor del sufragio femenino”. De allí salta a Milán, Roma, Nápoles y Florencia… Y el gobierno alemán, en un momento de confusa desesperación por su ironía de gallego que nunca se sabía si subía o bajaba, llegó a pedirle al periódico para el que trabajaba que lo retirara de allí.
Camba fue confeccionando interesantísimos libros cuando se fue dando cuenta de que le rentaban más que las crónicas, y así hoy en día tenemos una bibliografía suculenta con títulos como La rana viajera, Haciendo de República y artículos sobre la Guerra Civil, Alemania: impresiones de un español, Playas, ciudades y montañas, Maneras de ser periodista, Constantinopla (seguido de un viaje al Perú), La ciudad automática o Aventuras de una peseta.
Un tanto defraudado con la gestión de la República -como casi todos los intelectuales con más de dos de frente-, entre otras razones porque a todos les regalaron consulados menos a él, escribirá: “Verdaderamente es mala pata la de la República. Establece el divorcio, y los matrimonios desavenidos prefieren seguir tirándose buenamente los trastos a la cabeza a solicitar el auxilio de la ley. Proclama la libertad de cultos, y no aparece por ahí ni un solo culto de mala muerte que pueda utilizar esta libertad y manifestarse en la calle. ¿Conciben ustedes algo más triste, algo más conmovedor o más patético? (…) Cuando, al cabo de tanto afán, se logró que los cultos más diversos tuviesen en España iguales derechos y las mismas prerrogativas, resultó que aquí toda la diversidad de cultos consistía, sencillamente, en que mientras unos ciudadanos adoraban a la Macarena, los otros estaban dispuestos a dejarse matar por la Pilarica”.
A Julio Camba hay que leerlo para aprender a leer y a vivir sincrónica y diacrónicamente. Y para lanzarles a los alumnos de las facultades de Periodismo, empezando por la nuestra, un aviso de navegantes sobre la madre que parió a todas las epistemologías.



