Como en cualquier pueblo, del sur o del norte, los homosexuales llevan tragada tanta quina en la búsqueda de su lugar en el mundo, que asistir al triunfo de uno de ellos en el mismo pueblo y en la misma calle que lo vio nacer supone una de esas evoluciones que nunca terminan de reconocerse si no se subrayan. Los Palacios y Villafranca (Sevilla) no es ni más ni menos que ninguno de estos pueblos en los que, como escribía Federico García Lorca con los ojos puestos en la Vega de Granada, “el mariquita se peina / en su peinador de seda” mientras “los vecinos se sonríen / en sus ventanas postreras”. Hace justamente un siglo, nuestro poeta más universal reconocía que “el mariquita se adorna / con un jazmín sinvergüenza” mientras “la tarde se pone extraña / de peines y enredaderas”.
Porque, en efecto, todo se sentía extraño y como de sinvergüenza alrededor de un homosexual que hiciera ostentación de su propia condición. En pleno franquismo, cuando cualquier persona LGTBI era susceptible de que se le aplicara la Ley de Vagos y Maleantes, los mariquitas de pueblo se ponían de perfil para sobrevivir, o se marchaban bien lejos. Pero hoy en día, en Los Palacios y Villafranca, sin cabalgatas reivindicativas, un veinteañero que ha vuelto hace poco de su propio exilio por la Europa del Norte –en rigor, por su propio exilio interior, aunque allí hiciera tantas camas y fregara platos- no solo ha conseguido, merced al Ayuntamiento, exponer en el Rincón de los Lirios la obra pictórica que le ha dado nombre artístico, el Nieto de Encarna, sino que ha conseguido congregar allí a cientos de paisanos de toda edad y condición para aplaudirle una valentía que arranca en el título mismo de su propia muestra: Mariquita de pueblo. Tampoco el lugar ha sido casual: el Rincón del Muapelo del que se ha jubilado Hilario García hace solo unos días después de acondicionar la zona como un lugar artístico y de libertad expresiva…

Las pinturas, de mayor formato que los de su anterior exposición, Leche migá, que lo dio a conocer con un estilo colorido y particularísimo centrado en retratos de gente que pasaba de la irrelevancia teórica a la relevancia sentimental por la focalización que él hacía de vecinas muy cercanas o de gente muy marginal, se quedarán expuestas ya en la Casa de la Cultura casi todo el verano. Pero hoy es el Día Internacional del Orgullo LGTB y su charla sin tapujos en la víspera ha constituido en el pueblo un antes y un después en la historia local de los mariquitas. “Me siento muy bien por haber regresado a mi pueblo y haberme enfrentado yo mismo a ciertos miedos a través de mi pintura”, confiesa Víctor Manuel Pérez Morales, que así se llama de paisano el Nieto de Encarna, profeta en su pueblo, redentor histórico de todos aquellos mariquitas históricos de aquí mismo a los que no se les hubiera ocurrido ninguna de estas osadías.
Eran otros tiempos, aunque no muy lejanos. No es hasta 1995, es decir, hasta poco antes de que naciera el Nieto de Encarna, cuando la Ley de Peligrosidad Social sale del Código Penal, y no es hasta 2007 cuando aparece la primera ley que les otorgó a los homosexuales ciertos derechos a través de la llamada identidad de género. Cuesta reconocerlo, aunque España fuera un país pionero en esta lucha, pero aquí conseguimos antes una ley antitabaco (en 2005) que una ley que permitiera la unión legal de personas del mismo sexo. De todo eso no hace ni veinte años, y todos sabemos la letra del tango.
Hace un poco más, en 1954, cuando ya andaban por este pueblo los Cienkilos y las Martas para vituperio general de unos paisanos asilvestrados aún, aquella Ley de Vagos y Maleantes sufrió una pequeña pero odiosa modificación: los homosexuales pasaron a considerarse como sujetos peligrosos, y sobre ellos va a recaer un control institucional. A este control se le sumará una represión policial y médica con el fin de evitar que aquellos “comportamientos se contagien al resto de los hombres”. Así se las gastaba nuestra legislación cuando Luis Cernuda escribía ya desde allende el Atlántico y un amigo y compañero sevillano, Joaquín Romero Murube, que había reivindicado su poesía desde el principio, estaba dispuesto a seguir reivindicándola en su última etapa de condenado peregrino: “Vuelva el que tenga”, escribía el autor de Donde habite el olvido al final de sus días… “Tras largos años, tras un largo viaje, / cansancio del camino y la codicia / de su tierra, su casa, sus amigos, / del amor que al regreso fiel le espere. / Mas, ¿tú? ¿Volver? Regresar no piensas, / sino seguir libre adelante, / disponible por siempre, mozo o viejo, / sin hijo que te busque, como a Ulises, / sin Ítaca que aguarde y sin Penélope”.

La Narda
Fue precisamente en 1954 –el año de la nieve en Sevilla-, cuando a Romero Murube se le atragantó toda la nostalgia por su patria chica y publicó aquella joya literaria nunca puesta en su sitio en el canon literario del siglo XX: Pueblo lejano. En el ecuador de aquella inolvidable obra en prosa poética, al poderoso conservador de los Alcázares sevillanos no le tembló el pulso para colocar a su tocayo Joaquinillo Pizarro, un personaje real que él mismo había conocido en su tierna infancia de Los Palacios entrando y saliendo en casa de su abuela. “Ahí está el demonio”, cuenta Joaquín que exclamaba su abuela… “Y todos nos quedábamos estupefactos ante los gritos, revuelos, contoneos y chilindrinas de aquel hombre que hablaba, se reía y accionaba las manos y los brazos como una mujer. (…) Era grandote y con la voz cascada. Parecía que el aire se ponía amargo a su alrededor, como esas flores venenosas que impregnan el ambiente de un olor viscoso y fétido”. Así arranca uno de los capítulos más emblemáticos de la obra capital de Murube, titulado “La Narda”, que era el nombre que aquel mariquita de pueblo se puso cuando regresó del exilio al que estaban condenados todos los mariquitas de pueblo entonces. “Cuando acabó su edad de oro, tornó al pueblo ya avejentado, gordinflón y con algunos ahorrillos. Traía un apodo: la Narda. Ya no volvió nunca más por mi casa, y muchas gentes del pueblo dejaron de tratarlo”. El capítulo termina evidenciando la relación de la gente bien de los pueblos con sus mariquitas en cuanto estos se permitían alguna osadía: “Hacia la carretera, al paso de coches y viandantes, gastó sus cuartos en montar una venta. Él guisaba y otros de su misma escuela atendían al servicio. Todos con zarcillos y nombres famosos… Allí recalaban nocturnamente coches de Sevilla y otros sitios. Corría vino y guitarreo. Cuando hubo que poner nombre al establecimiento, la Narda dijo: ‘Lo más grande que haya…’ La venta de la Narda se llamó El Astro Mundial. Tía Modesta, siempre que íbamos o tornábamos del campo, ordenaba al cochero dar la vuelta por el camino del Molino, a pesar de los baches y fangos, para evitar el cruce ante la venta de La Narda”. Hoy en Los Palacios y Villafranca, aquella venta que durante décadas ha sido una coqueta casita abandonada en el corazón de la antigua travesía N-IV, se está rehabilitando para convertirse en guardería. Las vueltas que la historia da.
Eran años en que los homosexuales se iban y no regresaban. Podría preguntársele al malagueño Miguel de Molina, acosado hasta en Argentina por fascistas españoles. Podría preguntársele a Ocaña, de nombre José, también pintor desde su Cantillana natal, al que quisieron condenar al ostracismo incluso los sindicalistas de la CNT, hasta el punto de que ella se terminó autodefiniendo como “libertataria” antes de que en 1977, en la primera manifestación del Orgullo en Barcelona, fuera detenido y apaleado.
No ha pasado aún ni medio siglo, pero el panorama en España y en Los Palacios ha cambiado tan radicalmente que el último papa, Francisco, no se ha atrevido a condenarlos por esa lógica del propio Cristo ante aquella mujer a la que iban a lapidar antes de que Él les mandara que tirara la primera piedra el que estuviera libre de pecado y luego le dijera a ella que, si nadie la había condenado, tampoco Él lo haría. Ha cambiado tanto el panorama en tan pocos años, que ya ninguna opción política –ni la de los conservadores más rancios- se atreve a que pase el día sin su mensaje de apoyo a la diversidad. Y así se entienden mejor los versos de Federico: “Por los patios gritan loros, / surtidores de planetas”. Porque ahora, con el Nieto de Encarna explicándose en libertad entre tanta gente que lo quiere, “el escándalo temblaba / rayado como una cebra”. Y ahora sí: “¡Los mariquitas del Sur / cantan en las azoteas!”. Porque pueden y porque quieren.


