¿Qué cómo terminé en el gabinete de Carlos? Iba deambulando por la ciudad y atravesé una antigua puerta de la ciudad. Unas monjas se arremolinaban ante la puerta de un convento, puertas. Una plaza, vacía todavía porque se mantenía cerrada la puerta que le prometía vida todos los atardeceres. Las ventanas de un semisótano mantenían encerrado, a modo de puerta enrejada, a una inquietante figura con apariencia de clown; se escuchaba la música de una zanfona.
Seguí caminando y una puerta mínima conducía a un larguísimo corredor que caía y luego se ensanchaba en un patio que penetraba los edificios: ¿la ínsula romana? Estabas en una de las habitaciones de una casa y estabas en la casa vecina. Toda la calle era un caos inmobiliario desde los tiempos de los romanos. En una fachada de un inmenso palacio colgaba una enorme cuchara. Sobre el suelo yacía una lámpara que había lanzado un gigante chino. La misma calle formaba, luego, lo que diríamos una placeta: a un lado, una casa de ópera; al otro, una cristalera, como de un taller, digamos de forja, delante de la que te movías y cambiaba de color su interior: “Si quieres ver el interior, yo te lo muestro”, me dijo una voz cuyas manos pintaban ojos. Yo decliné la invitación para ese día y regresé al siguiente.
A través de la cristalera se veían piezzas de un puzle. Había una que cuando mirabas a su interior te reflejabas, primero, y luego te sumergías; si caminabas, cambiaba de color y la luz reverberaba distinta. Aquí. En el escapar de un ambigú se acodaba un barbudo con aspecto de motero y la voz que pintaba ojos me dijo que si le hablaba me contaría un secreto sobre la vida de los objetos. Le pregunté si él hacía los funerales a los objetos, vea esto, y me dijo que no, que él los renacía y me preguntó si estaba preparado para visitar su gabinete. Carlos fue nombrando las cifras de su telefonito mientras me convocaba para el día de Marte, que creo que tocaba luna ya menguante. Recordé el dicho antiguo de que “la luna siempre miente”. Pero el martes llegué a la puerta de su domus, una vieja ínsula convertida en la casa para solo su familia. Golpeamos su puerta, porque faltaba la aldaba y pudimos penetrar al patio donde había una pileta que no pudimos usar para combatir la canícula terrible de aquella tarde.
A través de una puerta, situada en el fondo izquierdo del patio, puertas, un habitáculo mínimo abigarraba las cosas más dispares y describían el laberinto de sus caminos. Cada objeto tenía su historia y Kasaka la relataba como si se tratara de sus criaturas: lo eran. Objetos que había encontrado aquí o allá, objetos que habían tomado parte en la vida de media humanidad, objetos que como originalmente habían sido ya nadie quería y eran abandonados en las veredas de calles y plazas; en esquinas malolientes de orines de canes o sus cagadas. Kasaka los rescataba, los lavaba como se lava a los cadáveres, pero para devolverlos a la vida, con otra vida, para otra vida.
A un cristo lo tatuaba japonesamente, a una maniquí la coronaba con un turbante. Una cómoda rememoraba una película casi olvidada. Dos toreros, que no decían nada, se querían y se amaban solo para los que estuvieran avisados; tuerto, uno de ellos, como estaba. Una bailarina monumental de porcelana danzaba solo cuando era su puro placer y luego paraba: dependía de cómo se la miraba.



