El taxi me llevó a la fonda. Un establecimiento sin lujo ninguno, lujos que no veía necesarios, teniendo en cuenta el viaje mismo; acostumbrado, como estaba, a los hostels. Luego tuve que recordar con más detalle.
Me lancé a las calles, a pesar de que el aire, cerca del anochecer, era tórrido todavía, donde los restos romanos eran perceptibles en una piedra que conforma la construcción de una fachada y hay que mirar de costado. Los ladrillos mudéjares enmarcaban una ventana geminada con un letrero de se alquila. El bullicio se limita a las terrazas de la plaza, con sus restaurantes michelín elevados sobre las terrazas; mejor a las cervecerías y tabernas que se extienden hasta llegar a la plaza del convento. Al día siguiente, me guio hasta esa plaza un sonido de madera que era el martillear del tabernero sobre las patas de los taburetes para devolverlas a su sitio y que nadie se cayera, al menos no estando sobrio. El caso del maestro mayor de obras de la iglesia de San Juan, de Lüneburg, que se desnucó, parece que recorrió toda Europa y nadie quiere que un sereno sufra tan fatal final en su casa. La trasera de una capilla en esa plaza lleva la misma A, de Ave María, que la A de Lüneburg de las tapas de las alcantarillas.
Regresé a la fonda para dormir y cuando alcancé la cama, el hombre que dormía al otro lado de la pieza hablaba en la nebulosa de sus sueños. Al llegar a mi cuarto había encontrado la luz prendida y aquel hombre solo me dijo buenas noches y que la apagara. Parecía un san José embalsamado. Al día siguiente fui comprendiendo mejor en qué fonda estaba alojado. Fui al baño, muy de mañana, y allá un muchacho se vestía para ir a barrer las calles que tanto nos gustan a todos. El estado de los suelos, de las puertas, de los caños y los lavabos no los describo aquí. Una cucaracha estaba subida a la cisterna del retrete y en el suelo había escupido alguien. Pero no vayan a escandalizarse por el lugar donde me alojaba, bajo el título de turístico, porque cuando me fui a tomar un bebedizo de café, o parecido, a un lugar de mucho copete, una mesa coja se apoyaba en una servilleta de papel y un ribete se subía por la pata, en la peor versión de aquellas medias de señora con que vestirían las piernas de los pianos en la victoriana Londres. Me reservaron, en la fonda, la mejor suite de que disponían, con el intento de que no les abandonara.
Lo más grande de aquella fonda, dejando una vez más al lado, porque calefacción no era necesaria, que el radiador estuviera recostado en la pared, seguramente por el esfuerzo del invierno, era mi aire acondicionado: ¡un poeta! Nunca fui amigo de acondicionar el aire, más bien un enemigo furibundo, entre otras cosas porque siempre me dejaba afónico y mal parado, cercano al resfriado si no a la gripe. Envuelto en este calor, y tengo que revisar si el Dante ya lo describió como alguno de sus castigos del purgatorio o del infierno, descubría que mi aire acondicionado no solo bajaba radicalmente la temperatura, sino que me llevaba hasta la orilla del mar y me acostaba, para la larga siesta diaria o para el sueño reparador, en la arena junto a las olas que llegan y luego se van. No salgo todavía de mi asombro; grabé en varias ocasiones su sonido de caracola.
Había entrado en la ciudad, en esta oportunidad, por una puerta distinta a todas las veces anteriores, teniendo en cuenta que legendariamente tuvo siete, un número que ya anuncia sobre la magia de este lugar. Me había introducido en una dimensión diferente y me había conducido hasta el mágico gabinete de Carlos Kasaka.



