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Seguía escondiéndome de ella.

Se acababa el verano y seguía escondiéndome de Isabel y de todo aquello que acarrearía el besarla por primera vez. Imaginaba yo, en mi escasa ciencia, que aparte de unos pocos besos de piscina y algún que otro bandazo de bicicleta por los pinos de Estella solamente habría lugar para absurdos celos y refrescos calientes..., nada de valor para hacer andar aquel amor de Barco de Vapor que me traía por el camino de la amargura y me hacía dar vueltas todo el día a una nueva plazoleta todavía sin nombre. Tal vez haciendo un esfuerzo habría podido sacar adelante todo aquel despropósito hasta el final de mi vida pero yo, un niño de doce años recién cumplidos, no tenía nada que ofrecerle salvo los calentones de sábana seca que se apoderaban de mí cada madrugada... Y a mí no me bastaba ni me resultaba justo.

Pero allí, oculto tras la baranda de la azotea de mi tía Inés 'La Solterona', podía verla pasear con su amiga Raquel -que parecía estar hecha de alambres y nervios- sin estar obligado a decirle algo profundo a esa muchacha de ojos hechos para la tristeza y que había estado construyendo con los mejores pedazos de aquel extraño verano del noventa.

Sé que fue la primer mujer que amé... y acaso la única con la que soñé tener toda una vida con ella por delante. Tal vez por eso nunca pude besarla por más que su amiga de espinos me obligara a hacerlo. Maricón, maricón, me gritaba la salvaje cuando me encontraba a un paso de Isabel y no era capaz de levantar la mirada ante ella ni de decirle que la quería. Nunca se lo dije -nunca- y dudo que con sus trece años de falda de paño llegase a adivinarlo.

Ahora es tierra, pero en aquella precisa escena que retengo, de ese 12 de Septiembre del noventa, Isabel era y se encontraba al principio de la calle, bajo las ramas del único naranjo del barrio, lo que me alcanzaba para amarla a vista de pájaro unos tres minutos demasiado cortos que siempre terminaban doliendo. Ella sin prisas y a dos pasos su amiga, que se terminaba un flan helado de color extraño mientras en el aire había trazas de fin y de papel de forrar.

Me cuesta recordar pero no creo que fuera muy habladora; era más bien de las que dejan que se enamoren y luego Dios dirá, pero Dios no habló; esa tarde Isabel volvió a pasar de largo, dobló la esquina y ya no volví a verla nunca más. Luego oscureció.

Y esa misma noche, en la que insólitamente no pude pegar ojo, oí cómo a Paco 'El Luna', el albañil que se creía poeta en las madrugadas, le pegaron en la cara; fue su propio vecino que, cansado de tanta rima asonante y alcoholizada, salió en babuchas para darle un guantazo que logró tirarlo al suelo y que todavía retumba, algún que otro verano, en mi cabeza y en el imaginario del barrio.

Curiosamente tampoco volví a saber de él ni de sus poesías..., hasta que un día me contaron que se había tirado al tren.

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