Eutropio Rodríguez nació en un pueblo de Pontevedra, a dos pasos de Portugal y a tres de un Atlántico que, a pesar de su violencia, lo hubiera tratado mejor. De haber sabido lo que le iba a ocurrir -a él y a su familia- habría cruzado el salvaje océano sin mirar atrás, pero todos estamos condenados a vivir nuestro destino salvo las hormigas que predicen el futuro.
Eutropio, durante los años de la República, se hizo maestro de escuela y fue destinado a una pequeña aldea de Rodeiro. Allí luchó contra el analfabetismo y el oscurantismo predicando la matemática y haciendo uso de la palabra pero estalló la guerra civil y tuvo que combatir de nuevo..., luchar, esta vez con fusiles y granadas, contra los hombres que otros hombres colocaron frente a sus ojos. Y mató mucho, tanto que fue condecorado por el bando franquista que le invitó a seguir haciéndolo, con medallas de tela y chapa, hasta el final de la contienda.
Conseguida la paz volvió a sus clases de historia y álgebra en Rodeiro hasta que en una carta, entregada por un soldado que jamás pisó la guerra, se le anunciaba que el nuevo gobierno condenaba su profesión de maestro y tenía que abandonar Pontevedra si no quería acabar encerrado en una cárcel.
Todo lo que oliera a República tenía que ser borrado. El nuevo orden no demandaba maestros; necesitaba simples pregoneros de su grito al cielo y clones del caudillo que levantaran su mano derecha por él; soldados ciegos que entonaran el himno impuesto antes de proclamar el poder de la tabla de multiplicar.
Así fue como Eutropio, desterrado por el propio bando que defendió y que le nombró héroe nacional, terminó en Santiago fundando un bar sin ventanas y sin más futuros que el de poder regentar, ya en los sombríos años cuarenta, un café cantante llamado El Español para convertirse en el primer empresario que traía a Machín y a sus dos marchitas gardenias de cementerio y amor podrido; a esos angelitos negros que les tocó vivir en el infierno de aquella España de exterminio y purgatorio.