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Eran los tiempos de Gadafi, esa época de cuando mi padre se iba un lunes por la mañana y no volvía hasta un viernes por la tarde, de mi Algeciras imaginario lleno de minaretes moros y de playas blancas, de una triste África llena de moscas, de liebres atropelladas antes de que rompiera el alba, de conversaciones en el góndola rojo que teníamos en la salita de “no estar” que me hacían volar, no sé porqué, a Moscú y a sus calles llenas de espías. Eran tiempos con demasiado tiempo por delante para todo el mundo.

“Un día vendrás conmigo a Algeciras. Te lo prometo” me dijo mi padre, en otra de esas mañanas de café sonoro y leche de campo, al tiempo que arreglaba su cubo de herramientas. “Un día, cuando puedas, te llevaré a Algeciras”... Pero nunca lo hizo.

Pasaron semanas y semanas y más promesas de idas sin vuelta; Gadafi comenzó a salir menos en televisión por la perenne necesidad imperial de encontrar a otro malvado que aniquilar y yo, contra mi voluntad, seguía sin abandonar aquel techo jerezano que iba pasando de azul en azul, de celeste en celeste, hasta que un día normal dejé de creer en él y ya no quise saber nada sobre ir a ese Algeciras imposible en nuestro Opel Kadett familiar que nos hacía parecer gente de posibles.

“¿Cómo te puedo llevar yo? Voy a trabajar, hijo mío”. No sería tan complicado -pensaba yo- cuando hasta el pequeño Curro (mi madre tiene la sana costumbre de llamar a todos los gatos callejeros con el mismo nombre) llegó a Algeciras escondido entre el radiador y el motor del Opel. Yo, con algo así, me hubiera conformado y estoy seguro de que no hubiera salido huyendo del coche para terminar -como acabó el pobre felino- perdido entre las calles de la nueva Estambul.

Cumplido un año mi padre regresó para no volver a mi fin del mundo.., y con su regreso tuve sus besos todos los días, todos, con la milagrosa exactitud de las dos de la tarde y ese olor a cemento seco y a colonia de hombre bueno; y mi madre dejó de hablar para siempre de aquel dictador bajito y de esas bombas que tenía apuntando a Rota y a la ciudad donde tenía que quedarse a dormir su marido; y yo comencé a olvidar a Algeciras lentamente.., como el que olvida el sabor de alguien al que nunca se llega a amar de verdad.

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