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No sé cómo se las apañaba Eduardo para estar en la puerta antes de que mi hermana y yo escapáramos de la iglesia -siempre antes que todo el mundo- y sobre aquel dominical “podéis ir en paz” que sonaba en boca de Don Telmo a sirena de fábrica.

No sé cómo pero ahí estaba esperándonos, visiblemente ansioso, con su par de ojos brillantes y aquellas boqueras pardas que tenía clavadas a cada lado de la boca.., que no eran más que saliva de varias horas en su rostro de medio siglo.

No le hacía falta siquiera pedirlo. Aquel beso de buenos días -para él- y de urgente despedida -para nosotras- lo había conquistado simplemente por el hecho de estar..., ni siquiera le había entorpecido el que no fuera nada para nosotras. Porque Eduardo, a pesar de que todos los vecinos terminaban saludándolo, no era nada para nadie, salvo una sombra más en invierno y otro achaque de calor en verano.

Y ahí, que prestábamos nuestras mejillas al tiempo que él nos cortaba el camino al mar, como decimos por aquí, sin querer queriendo. Y cuando lo hacía, cada domingo, era transmutar la sal marina del mediterráneo por su colonia barata y esa extraña sensación de apego que jamás cuestionamos hasta que fuimos creciendo y comprendimos que aquel beso no era un beso cualquiera.

Tardamos mucho en darnos cuenta, aunque afortunadamente no fue demasiado tarde. Pero fueron años..., años donde Eduardo era llanamente 'El Eduardo', el que ayudaba a Don Telmo a tener la iglesia inmaculada y limpia la cara de la parroquia que daba al paseo. Recuerdo perfectamente esos dos pequeños naranjos que decían los mayores haber traído de la misma Andalucía y que molestaban a Eduardo cuando les daba por entregar sus hojas al pórtico de la iglesia.

Era una de esas pocas ocasiones en las que podíamos verlo tibiamente triste en su tibia alegría; esa y cuando Don Telmo, desde el púlpito, le asestaba una de esas miradas que eran capaces de helar la sangre.

 

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