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Con siete años de edad todavía no me había entrado el gusto —o quién sabe si la necesidad— de ser guitarrista de flamenco. Doy mis manos ya que recuerdo que durante aquellos años de higos y olivos no soñaba otra cosa que ser piloto de aviones de la gran guerra para poder volar a la altura del maíz y ametrallar, de paso, a los más brutos del colegio con el biplano rojo y negro de mi héroe al que todos llamaron un día Barón Rojo.

Sólo sé que de la noche a la mañana dejé de pilotar aviones invisibles a manejar motos de enduro —igualmente invisibles— en aquellos llanos míos de Cuartillos. Para ello dibujé circuitos imposibles donde aparecían siempre la cuesta que llevaba al campo de mi padre —como línea de meta— y la casa de Diego Alba junto a la carretera como punto de partida..,, casas que curiosamente compartían idénticas formas de entender el paisaje: una terraza cubierta de enredaderas, una puerta dando extrañamente al norte y un líneo de uvas dulces en un costado de la vivienda.

Diego tenía porte y ojos de hombre de estudios. Mi padre, en cambio, retiene esa carne prieta que se entrega al trabajo sin rechistar. Siempre que se encontraban —recuerdo— se saludaban levantando la mano. Un día (sería un domingo sin nada que regar o sembrar) mi padre y yo seguimos los pasos quijotescos de Diego para adentrarnos al salón donde él custodiaba todo el flamenco que se había parido en estas latitudes.

Unas altísimas estanterías —infinitas para cualquier niño— se extendían a lo largo de toda la sala. Jamás había visto tantos libros juntos. Libros y discos de vinilo colocados en un universo caótico pero no para Diego ya que algo comentó sobre Chacón y en menos de un segundo ya tenía un pequeño disco negro sobre la palma de su mano, un círculo brillante y liso como los escarabajos que mi hermano y yo solíamos ver con la caída de la tarde.

Clavó el disco en un extraño artilugio y por arte de magia comenzó a sonar una voz tan afilada como uno de esos cuchillos para cortar sandías que tienen vetados los niños. Era Don Antonio Chacón. Luego, apagada la voz, alcanzó a llegar una guitarra que sonaba a sangre corriendo..., o al menos eso me hizo pensar cuando le dijo a mi padre que aquellas cuerdas que se quejaban estaban hechas de tripas.

Y con más cante prehistórico llegó al rato el café y una bolsa de nísperos o de algo que no me gustaba porque recuerdo que no hice por la bolsa sino por una pila de libros con fotos de andaluces ataviados de andaluces, un Tajo de Ronda sepia que tenía ese triste color de domingo y más bailaoras y cantaores ya desaparecidos. Al menos eso decían aquellas hojas amarillentas y roídas por las polillas del papel. Desde aquella tarde —no me equivoco— dejé de pintar circuitos de barro y motos con ruedas dentadas. Desde aquella tarde con mi padre y Diego Alba.

A la memoria de D. Alba.

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