Una corrida de toros en una imagen de archivo.
Una corrida de toros en una imagen de archivo. LANCES DEL FUTURO

En realidad no tienen nada que ver, pero hay quien se empeña. Unos en mantener la relación, otros en acusarla, de manera que consiguen mantenerla. Lo de siempre: la (supuesta) izquierda legitima a la derecha. ¡País! En el país que no existe pasan estas cosas. Al ser no-nato, no tiene tradición. Ni cultura siquiera. Y las tiene que inventar. O, más cómodo todavía: se apropia las de una zona, la última conquistada, que el país no-nato si está lleno de victorias y conquistas, que para eso inventó el "oficio" de la guerra. Y a quien tiene oficio estas cosas le suelen salir mejor. El Estado español tiene oficio y medios y personal expresamente preparado (que no es lo mismo que bien preparado) para hacer creer a sus súbditos incluso que son ciudadanos. Que ya tiene mandanga, aunque el diccionario diga que esa palabra significa "tontería o aspecto poco importante".

El Estado español, recién compuesto, se quiso dar aires de país, pero le faltaba estilo, cultura, tradiciones. Y se apropió las andaluzas. No sólo con la idea de disfrutarlas, más que eso, con el de presumir de algo y de hacer creer que quien no tiene cultura ni tradición es Andalucía y que si canta flamenco, o tiene más poetas, literatos, científicos, renovadores y un largo etcétera más profuso y prolongado que el etcétera, es gracias a "disfrutar" de una parte de la cultura española.

Un ejemplo: la tauromaquia, entendida como el juego con el toro, ya se practicaba en Tartessos. Pero era un juego, un juego incruento, donde disfrutaban el toro y el equivalente al torero. Eso requería conocimiento del animal, tenerle cariño, hacerse amigo suyo, tarea nada difícil cuando hay más interés en conocerlo y menos en otras tareas no tan desprendidas. Al final de la Edad Media, principio de la Moderna, con Andalucía ya en sus manos, la nobleza decidió divertirse a costa del sufrimiento del animal, castigado por lucir cuernos, añadido del que otros no podían presumir, aunque les regalaran varios pabellones de caza [i]. El noble, que no debía haber entendido muy bien el concepto de juego se hacía preceder por una pléyade de sirvientes y plebeyos en general, que se divertían sometiendo al pobre animal, amarrado, a una tortura continuada para debilitarlo. Entonces, el noble a caballo terminaba «la obra» dando muerte al ya acribillado e inocente animal. (Quizá menos que los lanceadores, por cierto). El Lanceo terminó a principios del XVIII, salvo en una población que todavía presumía de «su» tradición hace pocos años y a la que hubo que prohibírselo.

El lanceo terminó cuando un jovencísimo empleado del matadero de Sevilla amante de los animales, consiguió conocer bien la anatomía del toro. Se planteó como acabar con el lanceo y crear un espectáculo de riesgo pero con belleza plástica y, en vez de destrozar al animal a base de golpes y cortes, matarlo limpiamente, de una sola estocada. Sí, con Costillares no acabó el sacrificio. Pero acabó el deleite, la jactancia, el regodeo de asesinar al toro a base de múltiples heridas. Terminó el reírse del toro además de matarlo. Terminó el salvajismo elevado a la máxima potencia. La gran diferencia entre el lanceo y el toreo de Costillares (recuérdese su nombre porque lo merece) supuso un gran avance en humanidad, un acercamiento al humanismo. El toro debía sufrir un solo pinchazo. Uno nada más. Él lo consiguió. No es responsable por tanto de que se las den de toreros simples movedores de capote y/o muleta a quienes se permite llegar a la puntilla para acabar con la vida del toro.

Aquello fue un claro avance, un gran avance humanitario. Pero la afición taurómaca, en el Estado español, se ha detenido ahí. Una vez más ha hecho gala del inmovilismo nacional, la genuina seña de identidad de lo español. Porque el toreo debía haber seguido evolucionando hasta comprender que lo verdaderamente importante no es la muerte, no es el asesinato, no es el sufrimiento, es el juego de habilidad entre el hombre y el animal, que no debería convertirse en el enfrentamiento entre la bestia y el animal.

No es necesario que el toreo desaparezca, no hace falta demonizar todo cuanto sea circular ó lleve capote rojo. Tan inmovilista es el antitaurino cerrado al cambio como el taurino también cerrado al cambio. No es necesario que el toreo desaparezca para terminar con el sadismo en la plaza, eso sólo lo piensan los enemigos de la tauromaquia. A los enemigos de la muerte del toro les basta con que la corrida no sea sádica, no se ensañe con el toro. ¿Ven que fácil? La verdadera tradición no reside en plantarse en un detalle, sino en volver al principio. Simplemente.

[i] Se dice que cuando el rey era “muy amigo” de una noble, regalaba un pabellón de caza al noble marido de la señora.

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