Barbadillo, el legado centenario de la bodega de las puertas rojas

Una visita a las instalaciones de la compañía sanluqueña, una de las diez empresas familiares más antiguas de España, emblema de la manzanilla y 'madre' del blanco más vendido en nuestro país, Castillo de San Diego

Patio de la Casa de la Cilla, sede social de Barbadillo. FOTO: MANU GARCÍA.
Patio de la Casa de la Cilla, sede social de Barbadillo. FOTO: MANU GARCÍA.

Cuando Benigno Barbadillo y su primo Manuel López, burgaleses de Covarrubias que hicieron fortuna en México en el siglo XIX, decidieron volver a España tras estallar la guerra de la Independencia en el país norteamericano, no se imaginaron que acabarían fundando una de las empresas familiares más prósperas de su país y que, casi dos siglos después, se seguiría manteniendo en activo como una de las diez más antiguas. Estamos en el Barrio Alto de Sanlúcar de Barrameda, a 800 kilómetros de la capital castellano leonesa, pero el apellido Barbadillo se ha convertido con el paso de los años en uno netamente sanluqueño.

Aquí todavía no saben a ciencia cierta cómo Beningo y Manuel acabaron arribando a la localidad ribereña, pero está claro que tuvo mucho que ver el hecho de que en las primeras décadas del XIX el comercio con América se centrara en Cádiz. En ese sentido, Sanlúcar, puerta de entrada del Guadalquivir —el único río navegable de España— y con una actividad floreciente como era la del negocio bodeguero, se convertía en un lugar idóneo para invertir y emprender.

Sanlúcar, y en concreto Barbadillo, han sabido mantener en activo y en pleno centro de la localidad sus centenarios cascos de bodega, para envidia de la capital del Marco, Jerez, donde la piqueta ha actuado para derribar algunos de ellos, mientras que otros se han reconvertido en oficinas, gimnasios, supermercados, restaurantes o incluso viviendas a modo de loft. Pasear por la sanluqueña calle Luis de Eguilaz es darse cuenta de esto, donde estos majestuosos edificios, auténticas catedrales del vino, casi se pueden decir que han creado una pequeña ciudad dentro de la propia ciudad. No obstante, Barbadillo cuenta con una quincena de estos edificios que ocupan una superficie de 70.000 metros cuadrados. Aquí se la conoce como “la bodega de las puertas rojas”, porque este es el color distintivo de los accesos a sus instalaciones.

Montse Molina (i), enóloga de Barbadillo, junto a Esther Gutiérrez, marketing manager de la compañía. FOTO: MANU GARCÍA.

“No hay fortaleza que ayude si tu auxilio falta”. La leyenda reza bajo una cruz y sobre un arco a la entrada de la llamada Casa de la Cilla, sede social de la empresa. El edificio, del siglo XVIII, perteneció en tiempos a la autoridad eclesiástica y era aquí donde recaudaba el diezmo. Desde principios del Siglo XX es propiedad de la familia Barbadillo, tardando siete años en reformar lo que se había reconvertido en una casa de vecinos, explica Esther Gutiérrez, marketing manager de la compañía, que añade que aquí, junto a las oficinas, descansan las soleras más históricas. Palos cortados, amontillados y olorosos con un siglo a sus espaldas. Auténticas reliquias de las cuales se embotellan apenas 40 botellas al año para disfrute de los paladares más exigentes.

De los vinos de la casa, una de las que más sabe es Montse Molina, enóloga de Barbadillo. Catalana de Gerona, llegó hace 20 años tras leer un anuncio en el periódico en el que se informaba de que la empresa buscaba alguien para su recién creado departamento de I+D. Explica que al principio le costó adaptarse, puesto que el complejo mundo de los jereces apenas lo conocía de sus tiempos como estudiante de enología. “Cuando llegué, los vinos me causaban prevención, me costaba entenderlos. Recuerdo que al principio veía a la gente comiendo con manzanilla, algo que no era capaz de hacer, y ahora no entiendo otra cosa”.

Algunas de las soleras más antiguas de Barbadillo. FOTO: MANU GARCÍA.

Dejamos la casa de la Cilla para llegar a la llamada Bodega de Angioletti, que toma su nombre de un cargador de Indias genovés al que los Barbadillo compraron la finca, reconvirtiendo en bodega lo que había sido un antiguo corral de comedias del siglo XVII. De tipo mudéjar, aquí se guardan centenares de botas de manzanilla y aquí, anualmente, se celebra el solemne acto del ingreso de los caballeros y damas de la llamada orden de Solear —que da nombre a uno de los más afamados vinos de Barbadillo—.

Personalidades de toda índole, desde escritores a hosteleros, pasando por periodistas o toreros, han jurado su amor por la manzanilla con las siguientes palabras: “En Bodegas Barbadillo, y en el claustro de la Orden, presto juramento y digo que la Solear será mi manzanilla y mi vino, que no habrá otro en mi mesa, ni otro daré a mis amigos. Si no cumplo mi promesa, me lo demanden mis hijos, y donde quiera que vaya tenga el agua por castigo”.

La visita nos lleva ahora a la bodega del toro, la primera que compraron los Barbadillo y que en principio no estaba pensada para la crianza biológica. Se compone de cuatro naves independientes, a las que se añadió un soportal, para protegerla de las altas temperaturas, además de rodearla de nísperos, árboles que evitan la entrada directa del sol por las ventanas. Y es que aquí nada está sujeto a la improvisación. Como tampoco lo es la estratégica ubicación de todas las bodegas de la compañía, situadas en la cornisa del Barrio Alto, desde donde se disfrutan unas magnificas vistas de la parte baja de la ciudad, del río Guadalquivir y del Coto de Doñana.

“Esta levadura que transforma el vino necesita condiciones buenas para ellas, como es que no haya cambios bruscos de temperatura de un día para otro, que haya buenas condiciones de humedad y que esté en este ambiente fresco. La situación de los edificios determina el carácter del vino y en este sentido, las manzanillas de Barbadillo son únicas porque las bodegas están donde están. Esos caracteres no son totalmente distintos a lo que se crían en el Barrio Bajo, pero sí es un perfil propio de la bodega”, señala Montse.

La imponente bodega catedral de Barbadillo. FOTO: MANU GARCÍA.

El punto y final lo marca la imponente bodega catedral, donde se guardan 4.000 botas de manzanilla. Esther señala que si bien la mayor parte de las bodegas están dedicadas a este vino, su mayor producción es de Castillo de San Diego, el vino blanco más vendido de España, gracias a la innovación que supuso en 1975, cuando se puso por primera vez en el mercado. De la mente de Antonio Pedro Barbadillo, más conocido como Toto, surgió embotellar como vino blanco joven el mosto recién fermentado, que pronto se hizo popular en todo el país. En las últimas semanas, Barbadillo también ha empezado a comercializar su nueva gama de alta enología, bajo la marca Atamán, que recupera vinos y licores guardados en bota desde los años 70, como su vermut, ponche, cacao y quina.

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Jorge Miró

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