Hoy se entierra en Lebrija un cura de solo 32 años, es decir, que andaba en la flor de su vida. No es una triste noticia cualquiera porque, encima, se trata de un oficio, el de sacerdote, tan en peligro de extinción. Dentro de la cada vez más rara decisión de que un joven decida consagrarse al sacerdocio, este Pedro Elena era, por lo que oigo –y pongo mucho oído-, de los que iba por derecho, o sea, con Dios por delante y santas pascuas.
Yo solo hablé una vez con él, cuando casualmente me lo topé en una procesión y le pregunté por la extrañeza de su apellido con nombre de mujer. Me dijo, sonriendo, que él era natural de Lebrija y no recuerdo mucho más, pero desde entonces, aunque se fue de mi pueblo a Lantejuela, no he escuchado más que alabanzas a su persona por parte de la gente que sí lo trató más. Precisamente en la playa este verano, nada más presentarme un conocido a un amigo suyo, este me anunció con una alegría inusitada que a su pueblo, Villaverde del Río, iba ahora un cura que había estado en mi pueblo y que tenía muy buena fama. Me resultó extraño que alguien a quien me acababan de presentar me hablara de un cura que, de algún modo, se había convertido en el punto de unión entre su pueblo y el mío, pero a continuación sopesé qué significativo era.
Desde que me enteré de su súbita parada cardíaca y su hospitalización, hace diez días, he sentido una pena profunda por no haberlo conocido más, como una conciencia punzante por haberme perdido a una persona de la que no puede ser casualidad que todo el mundo hable tan bien. Venía mucho por Los Palacios y era de buen comer, lo cual es un síntoma de la gente de la que suelo fiarme. Era sevillista, porque no hay nadie perfecto, pero tenía la guasa, en plena pandemia, de aparecer para sus misas con la mascarilla tematizada con los colores de ese equipo de su pasión.
De un modo maravillosamente unamuniano, me encuentro con que gente joven que ni siquiera es de misa dominical lo apreciaba muchísimo solo porque tenía una risa contagiosa; que gente cofrade lo estimaba a rabiar porque era un tipo con el que se podía dialogar en el seno de las cofradías y hasta con una cerveza en la mano; que gente del Camino Neocatecumenal, tan suya para tantas cosas, lo tenía como ejemplo de vida consagrada; que ancianas de misa diaria lamentaron su traslado; que el alcalde comunista no puede olvidar que preguntara por él cuando estuvo a punto de morir; y que hasta los niños más pequeños del colegio parroquial, donde él daba Religión y hacía hasta de recadero, lo lloran desde ayer como el cura que jugaba con ellos en el patio.
Es difícil encontrar hoy por hoy un cura que vaya tan a pecho de Cristo descubierto, sin rendirle pleitesía a ninguna organización interna de las que prefieren mirarse el ombligo que las esquinas desconchadas. La muerte de este Don Pedro, tan sin llegar ni pegar, como se dice coloquialmente aquí, es un reto para los cristianos, tantas veces incapaces –por pura humanidad- de entender los designios de Dios. Solo comprendemos a Dios humanizándolo, y por eso hemos necesitado de su Hijo, un tipo tan como nosotros; de pueblo, con padre carpintero y madre ama de casa. Y con esa lógica humanizada de mirar a Dios desde el prisma humano es desde la única que podemos llegar a entender lo sucedido. Que Dios también tiene su corazoncito, y por tanto su egoísmo y se lleva siempre lo mejor, que para eso puede. Ha debido de ser eso.
Pero eso no quita para que la muerte de Pedro Elena, en la flor de su vida y de tantos amigos como lo apreciaban, nos parezca profundamente injusta, absurda, inasumible desde un punto de vista lógico. No está la Iglesia para que se le mueran curas, y menos aún curas que no hayan hecho más que empezar, tan con buen pie. Porque hace falta gente que crea en lo que hace, que lo explique de palabra y sobre todo de obra, que mire de frente, que hable con coherencia personal de la bondad de Dios a pesar de tanta barbarie como nos rodea, que nos sorprenda con su fe inquebrantable a pesar de la escasa o nula fe que podamos tener los demás. Hace falta gente que sea un testimonio claro de la grandeza de Dios en la tierra precisamente a través de su sencillez, pero no estábamos preparados en el arranque de este curso para que Dios nos pusiera ejercicios tan de niveles superiores. Vaya prueba inicial. Eso no se hace, Pedrito, pero supongo que ya te entenderemos y, mientras tanto, descansa tú en paz.






