Ninguna generación poética de nuestra historia literaria se preparó tan a conciencia como un artefacto autopropagandístico de sus propios escritores como la del 27, que terminó adoptando ese nombre (ese número mágico) después de haber barajado otras opciones como la del 25, la de la república o la de la amistad, entre otros. Es el profesor y escritor palaciego y jerezano de adopción Manuel Bernal quien ha insistido en ello, recurrentemente, a través de una serie de artículos y libros en los que nos convence de que la repetida excusa de aquel homenaje a Luis de Góngora por el tricentenario de su muerte fue precisamente eso, una aleatoria excusa que se buscaron especialmente Gerardo Diego y Rafael Alberti, responsables del invento después de haber compartido el Premio Nacional de Poesía de 1925, para salir en los periódicos y superar –desde el punto de vista mediático, podríamos decir hoy- a la generación anterior, conformada por gigantes de la creación, el pensamiento o la edición como Miguel de Unamuno, Ramón Gómez de la Serna, Valle-Inclán, Ortega y Gasset, Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez.
Al santanderino y al portuense les costó lo suyo que el invento cuajara, primero porque en Madrid, cuando en la primavera de 1927 tocaba hacerle el homenaje al olvidado poeta barroco, casi nadie arrimó el hombro, y segundo porque en Sevilla, cuando en vísperas de la Navidad de aquel mismo año que se agotaba se consiguió el apoyo del Ateneo para organizarlo por fin, hubo que pedirle el favor expreso al torero Ignacio Sánchez Mejías de que financiara la quedada y hubo pesos pesados del momento, como el poeta y profesor de la Universidad de Sevilla Pedro Salinas que solo por la intervención de aquel matador de toros desconfiaba profundamente de que el presunto homenaje tuviera un calado verdaderamente literario. Casi un siglo después de aquellos días de finales de 1927 en Sevilla puede calibrarse como cierta la tesis de Manuel Bernal de que en realidad Góngora influyó poquísimo en aquellos autores que se presentaron bajo su aureola, pero es innegable, como recordará el propio Alberti en sus memorias, que Góngora no aparecería siquiera en los actuales libros de texto si no llega a ser por el 27.
Lo cierto es que la Generación del 27 sí caló como tal, y con ese nombre, a pesar de que ciertos componentes fundamentales ni estaban de acuerdo con él ni se colocaron para la famosa foto, y me refiero por ejemplo al hoy fundamental Luis Cernuda. En aquellos días no parecía tan fundamental, desde luego, aunque a la hora de la verdad, es decir, a la hora de que, ya en plena II República y en el año 34 Gerardo Diego publicara su famosa antología titulada Poesía Española Contemporánea, sí se incluyeran los mismos nombres que el crítico oficial el grupo, Dámaso Alonso, enmarcó al llegar la guerra civil que a punto estuvo de destrozarlo todo. Los nombres eran Jorge Guillén, Gerardo Diego, Rafael Alberti, Federico García Lorca, José Bergamín, Juan Chabás, Pedro Salinas, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre, Manuel Altolaguirre, Emilio Prados y el propio Dámaso. Doce poetas como los doce apóstoles, aunque algunos –como Cernuda o Salinas- hubieran faltado en la célebre foto de la Sociedad Económica de Amigos del País en Sevilla, otros –como Bergamín y Chabás- se fueran descabalgando con el tiempo del núcleo fuerte y otros, a pesar de haber aparecido en dicha foto, parecieran fantasmas ignorados en la literatura oficialista que se estaba fraguando ya –como Mauricio Bacarisse o aquel “humanista impregnado de andalucismo republicano” que fue José María Romero Martínez.
El caso es que el primer invento, como cualquiera, solo sirvió para apuntalar el membrete, pero enseguida se echaron de menos otros nombres que por lógica y justicia debieron haber aparecido en la lista, como el de algunas mujeres que sí empezaron a figurar en antologías más ambiciosas –o más precisas- de los años 30 como Concha Méndez, Ernestina de Champourcín, Josefina de la Torre, María Luisa Muñoz de Vargas o Elisabeth Mulder. Muchas otras poetas tendrían que esperar a la antología de Tania Balló, en 2015, en la que esta apuntala el término ya tan generalizado de Las Sinsombrero.
Se dejaba por el camino, en todo caso, a otro puñado de poetas que ni siquiera eran periféricos, sino que habían convivido con el grupo central de Madrid en aquella Sevilla como cuartel general del invento en los días señalaítos, como el mayor –por edad- de todos los poetas, el rarísimo y por eso destacadísimo Fernando Villalón; el redactor jefe de una revista clave de la literatura meridional de aquellos días (Mediodía), Joaquín Romero Murube; el adelantado y ultraísta Adriano del Valle, que iba a ganar en 1933 nada menos que el Premio Nacional de Literatura (por Mundo sin tranvías) y que, además de en la revista Grecia, había firmado textos inolvidables en todas las demás revistas andaluzas del momento, desde Litoral hasta Isla pasando por Papel de Aleluyas; o dos Rafaeles que habían llevado Sevilla por bandera, cada cual a su manera: el devorado por la idiosincrasia de su propia ciudad Rafael Laffón, y el atrapado por sus propios ecos musicales y vinculado a la copla, un género, a decir de Manuel Bernal, “en el que se gestó el mensaje más incomprendido de la liberación femenina en España”. Nos referimos al gran Rafael de León, al que ni siquiera pareció servirle haber compuesto uno de los poemas tan populares de nuestra historia literaria reciente que no ha habido hogar en el que no se haya tarareado: “Ojos verdes”.
En los últimos años han surgido muchas antologías con vocación de gran angular para abordar una generación de poetas que, verdaderamente, no se redujo a una docena. Pero muchas de ellas han vuelto a quedarse cortas y otras tantas han cometido la miopía de focalizar ahora solo a las mujeres. El mérito de Manuel Bernal es haber abordado toda la generación con un amplio y exquisito estudio previo y un concepto integrador desde la intención revelada en el propio título de su libro, publicado por la editorial Verbum: Ellos y ellas. La joven poesía del 27. El propio Bernal dilucida sobre las posibilidades que manejó para titular su trabajo, incluido el término de constelaciones, y apunta a que se dejó convencer por este definitivo, con ese lenguaje desdoblado, porque “es la denominación que se ajusta más al contenido, y creo además que fue la única expresión (joven literatura o joven poesía) que todos en alguna ocasión aceptaron sin remilgos”. Y consciente de que la nómina de poetas puede ser incontable ahora que se va a celebrar el primer centenario de una generación que basó su propia fundación en un tricentenario, Bernal ha mezclado, por orden alfabético y sin criterio de mayor o menor trascendencia, a ellos y ellas, poetas de todo género y condición que orbitaron en esa inolvidable Edad de Plata, hasta contabilizar a 68 poetas, otro número mágico que nos recuerda al año de otra revolución, la del mayo francés…
Se incluyen, por supuesto, voces un tanto olvidadas que otras antologías ya rescataron, como las de María Cegarra, Cristina de Arteaga, Antonio Espina, Pedro Garfias, José María Hinojosa, Marga Gil Roësset, Juan Larrea, Marina Romero o Josefina Romo Arregui, entre otros, pero también se apuesta por rescatar los versos de autores mucho menos conocidos por ellos, como Max Aub, Rosa Chacel, José Antonio Muñoz Rojas, María Zambrano o el sorprendente caso del cineasta Luis Buñuel. E incluso por integrar a nombres que pudieron bailar al son de otras presuntas generaciones, como son los casos de León Felipe, Miguel Hernández, Luis Rosales, Zenobia Camprubí, Carmen Conde o aquel amor de madurez de Antonio Machado que fue Pilar de Valderrama. Y, por supuesto, constan también nombres absolutamente desconocidos como el de la niña poeta Mercedes Ballesteros Gaibrois, que antes de dedicarse al teatro y a la prensa escribió dos poemarios con 12 y 16 años; Hermina Fariña Cobián, Emeterio Gutiérrez Albelo, Chona Madera, Antonio Otero Seco, Alonso Quesada o Saulo Torón.
El conjunto, en fin, nos apunta la idea definitiva de que la Generación del 27 es a la postre una generación infinita, y que es positivo para los nuevos planteamientos integradores del revisionismo literario que su nómina tenga siempre una puerta abierta para indagar cómo, dónde y con quiénes cambió nuestra literatura española a partir de aquellos felices años veinte que también amasaron su cuota de infelicidad.


