Unidad ante todo

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Estudió filosofía, estética e indología en las universidades de Sevilla, París y Leiden. Autor de 'Malas hierbas: historia del rock experimental' (2014), 'La prisión evanescente' (2014), 'El dios sin nombre: símbolos y leyendas del Camino de Santiago' (2018), 'El Palmar de Troya: historia del cisma español' (2019), 'Mitología humana' (2019) y la novela 'Los ecos de la luz' (2020). oscar.carrera@hotmail.es

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A veces me tachan de anticatalanista porque no apoyo cierto movimiento independentista del noreste de España. Pero es una postura que no surge del convencimiento de una idea contraria, una suerte de ateísmo en relación al Dios nacionalista, sino, al revés, de su contrario: el escepticismo. Es decir, una postura agnóstica. No entiendo qué es, ni siquiera cómo puede llegar a ser, una identidad catalana, pilar fundamental del constructo ideológico catalanista y, por tanto, no me veo capaz de dar mi visto bueno a un movimiento cimentado sobre ella. ¿Independencia, sí o no? No sabe/no contesta, que dijo el sondeo.

Análogamente, no suscribo la actuación violenta por parte de individuos o de Estados ante mi incapacidad manifiesta de calibrar el coste o el valor de una sola vida, por no hablar del perverso cálculo que con ellas se realiza en situaciones de excepción: en la guerra y en el amor la vida es moneda de cambio. Esta actitud, en un mundo donde uno se ve forzado por los demás a posicionarse en todo (y nuestra especie tiende a posicionarse tanto más fervorosamente cuanto menos facilidades posee para hacerlo) nos lleva a ser acusados de colaboracionistas con, paradoja de paradojas, la violencia que ejerce aquel ante quien se pretende justificar otra acción violenta en represalia. Le pasó y le pasará a cualquier pacifista sincero.

Siguiendo esta lógica, sólo con las dudas a que nos condena nuestra humana condición tenemos suficiente material como para fundamentar un código ético universal, cuya observación no por impráctica viene a estar menos justificada. Y ese código, en mi caso, incluye la renuncia a apoyar cualquier movimiento basado en una identidad que no veo clara, una identidad que, como acostumbran a hacer las identidades, petrifica la vida interna de una cultura, reduce una población al más ingenuo estereotipo, codifica a base de decretos, desde arriba, idiomas, tendencias artísticas o recetas de cocina. Y lo que se deja fuera, consciente o inconscientemente, mientras selecciona, selecciona... Es tramposo, también, el juego de las identidades.

Este agnosticismo no es anticatalanista, ni, por supuesto, equivale a españolismo, segunda acusación más socorrida. La españolidad se nos aparece como otro espejismo, otro sueño sobre ensueños. Sin embargo, no me parece, como a algunos, que una identidad española aplicada a decenas de millones sea más forzada que una catalana aplicada a unos pocos, ni que la europea lo fuera en relación a la española... Esta percepción puede existir porque un gran segmento de la sociedad cree en el estereotipo que se les asigna y actúa en consecuencia, pero un análisis minucioso de la cultura revela que las diferencias a nivel de clase social, etnia, religión, comarca, barrio, género, colectivo o linaje tienden a ser mayores. Se sabe que dos personas tradicionalmente consideradas de la misma “raza”, escogidas al azar, pueden revelar una diferencia genética más acusada que dos de “razas” distintas. De igual modo, bajo el velo de la identidad común subyace una diversidad que la mayoría que vive dentro de ese estereotipo no reconoce, o, de hacerlo, la subordina. No apoyo a las minorías porque amo la diversidad.

Dada la hipercomplejidad de lo social, es bien posible (no lo sabemos con certeza, de nuevo) que tan fatuo sea un ramblismo como un barcelonismo, que un catalanismo, o un españolismo, o, yendo más lejos, un mediterraneísmo, un europeísmo, un occidentalismo… Desde una óptica pragmática, lo único positivo de adherirse a un -ismo que cubra a un mayor número de individuos es que un menor número queda peligrosamente fuera de la categoría del grupo de iguales. Bajo esas condiciones, ¡vivan los ismos progresivos! Unidad ante todo.

Y, sobre todo, viva el cosmopolitismo, el cual, pese a ser el más benigno de la lista, todavía tiene un leve tufillo a nacionalismo terráqueo, a celebración de nuestra diversidad humana frente a lo desconocido… Así pues, permítanme acuñar el término, aún ulterior, de cósmicopolitismo. No soy catalanista porque soy cósmicopolita. Esto es, ciudadano del universo entero, singular o plural que sea, y amigo de todos sus fenómenos. Aún peor, soy cómicopolita. Porque, como bien sabemos, todo lo que tiene que ver con lo cósmico es profundamente cómico. Pues ante el espacio exterior de nuestra finitud sólo cabe la risa.

Profundamente cósmico, profundamente cómico…

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