Un polígono industrial.
Un polígono industrial.

Hace poco leí Primavera de luto, de Juan José Millás, sin saber que cargaba cada mañana en la mochila con el vaticinio silente de lo que vendría después. Lo leí en el metro, camino al trabajo, en los sempiternos ires y venires bajo tierra que durante largo tiempo me desconectaron del día y de la noche, de la hora y de la estación del año que fuese y que terminaron por convertir mi realidad en una experiencia profundamente disociativa. Recuerdo también que había más gente como yo. Más experiencias parecidas. Más ciclos sin fin. Más distopías sin revisar. Más vidas rápidas bajo el túnel.

La llegada de este bicho ha hecho parar el tren. Lo ha frenado en seco y nos ha detenido en mitad de la vía sin remisión aparente. Las anteojeras de caballo que vestimos para no marearnos a la velocidad a la que normalmente circulamos ya no nos sirven. Todo es extraño ahora: no entendemos la quietud, no entendemos el silencio. Miramos hacia los lados, todo es igual que antes y a la vez no lo es. Las conversaciones de café ya no nos importan y los Torras de turno han terminado por desdibujarse en este escenario tan excepcional. En definitiva, todo ha pasado a importar más bien poco. Si acaso la vida. Si acaso nuestra supervivencia y la de nuestros amigos y familiares.

En este sentido, y que no se me malinterprete, me parece un cambio a mejor. A mejor porque estamos consiguiendo alterar nuestra conciencia del mundo al abandonar las polémicas infecundas sobre temas banales y los relinchos de barra de bar. A mejor porque estamos logrando colocar de una vez nuestra vida en el centro del debate, en el centro de las miradas, sin maquillajes, sin humo, sin plástico, sin distracciones baratas. A mejor porque estamos desnudos, aterrados por el mismo enemigo común, por las consecuencias de su paso devastador, pero al que estoy seguro de que vamos a vencer con un grito y una voluntad unánime. A mejor porque, al fin y al cabo, estamos juntos en esto, porque no hay salidas individuales a esta crisis, porque tenemos miedo pero no nos importa gritarlo, porque estamos obligados a ayudarnos y a no dejar a nadie atrás. A mejor porque quizás, con suerte, mudemos la piel y modifiquemos, aun ligeramente, la jerarquía de nuestros valores. A mejor porque esto nos enseñará que no nos vale de nada acumular mucho si de este mundo nos marchamos sin facturar maleta. 

Anteayer llegó la primavera. A diferencia de otros años, esta vez lo hizo con un soniquete preapocalíptico, la tenue y a la vez contundente advertencia de nuestra fragilidad como especie, la evidencia de nuestra absoluta insignificancia y, sobre todo, lo fútil de nuestro castillo de naipes. Llegó, en fin, con una cura de humildad bajo el brazo. Da lo mismo quien seas y si lo sabes todo. Da igual lo que ponga en tu carnet, lo que diga tu currículum, la cifra que arroje tu cuenta corriente. Da igual a quien votes, tu equipo de fútbol, cómo se llamen tus hijos y el colegio al que van. Da igual lo que seas y lo que crees que eres. Lo que tratas de proyectar y cómo juegas al quién es quién. Llegó la primavera y lo hizo más democrática que nunca, poniendo en jaque a quien toque, sin entender de colores, sin entender de nada. Llegó la primavera cargada de ira. Y llegó como llegan las malas noticias: por sorpresa.

A pesar de su aparente carácter democrático, sin embargo, no todos pasaremos estos días de confinamiento y de redescubrimiento en las mismas circunstancias. En primer lugar, por nuestra situación laboral, determinante en estos momentos y que pone de relieve que algunos se juegan la vida más que otros. En según qué casos puede estar justificado y llega a resultar vital por la naturaleza del trabajo de cada cual, pero en otros asoma con claridad abrumadora la voracidad inaceptable de un sistema que pone a los beneficios por delante y a las personas por detrás. Tan sencilla como esa es la injustificable realidad que nuestro modelo de sociedad liberal lleva escrito en su código genético. La verborrea empresarial siempre encontrará formas de autojustificarse pero la realidad a día de hoy es la siguiente: hay negocios en nuestro país que se han negado a parar en su actividad presencial aunque no sean esenciales para el funcionamiento de nuestras vidas. Fallan las dos cosas: que no frenan y que no se los frena. Se señalarán. Se echarán las culpas. Y lo pagaremos todos.

En segundo lugar, nuestra realidad habitacional revelará durante estos días clases y castas, y pondrá de manifiesto la enorme diferencia que, incluso en esta situación tan complicada para todos, sigue existiendo entre unos y otros. Una falla que lejos de estrecharse con los años, parece hacerse cada vez más insalvable. En la medida en la que, como sociedad, recapacitemos sobre si las reglas del juego son las justas para que el resultado siempre sea el mismo, estribará en gran medida en la enseñanza que, con total seguridad, conseguiremos sacar de este particular período de proscripción. El atropello es clamoroso pero la consigna es muy antigua: no puede ser que unos tengan tanto y otros tan poco. Así de simple.

Por otro lado, esta crisis debe hacernos reflexionar también sobre el miedo y la información que consumimos. Nuestra condición de seres profundamente sociales pero también gregarios nos hará compartir y compartir sin plantearnos nada información inexacta, bulos, mentiras y cuentos que no aportarán nada positivo a nuestra salud mental ni a la de que quienes nos rodean. En la era de la sobreinformación, la suma del aislamiento con la paranoia sobre el verdadero estado de las cosas puede dar como resultado un cóctel de psicosis que, en cierta medida, algunos habrán experimentado ya. La trasmisión de mensajes positivos resulta fundamental para nuestra higiene mental. En nuestra mano está esquivar habladurías y manzanas envenenadas que a veces nos son entregadas con el ánimo de ayudar y que, no obstante, provocan en nosotros justo la reacción contraria. Debemos contribuir a cortar, una vez llegue a nuestras manos, la cadena de difusión de mensajes destructivos que no nos hacen bien a nosotros ni a nadie de nuestro entorno. De esta salimos. Ese es el único mensaje que importa y con que debemos retroalimentar a nuestra red.

Estamos atrapados en la garganta de un momento verdaderamente histórico. Bajará como cualquier bola. Pero hará falta beber mucha agua y dolerá. Quedarán algunos por el camino y será una tragedia mayúscula. Se nos irá gente conocida y eso nos pondrá el corazón en un puño. Además, algunas verjas que se cerraron nunca más volverán a abrir y lo lamentaremos muchísimo. Las pérdidas serán millonarias pero a la vez incuantificables porque hay cosas que no se pueden contar con los dedos. El miedo que estamos pasando. La paradoja de que nuestro enemigo sea invisible. Algunos tendrán que elegir quién vive y quién muere. No creo que nadie nos haya preparado para esto.

Sin embargo, me atrevo a dar un mensaje de esperanza: esta crisis sólo habrá valido de algo si de las mismas cenizas de aquello que se quema nace algo nuevo. Sólo habrá tenido (cierto) sentido si empezamos a plantearnos la vida de otra manera. Si dejamos de mirar con las gafas del tener más y nos ponemos las del tratar ser mejores, de cuidarnos más, de invertir en ayudar a los demás, en sanidad para todos y sin distinción, en ciencia que es el motor que mueve el mundo, en educación hoy para la libertad del mañana y, en general, en todas aquellas cosas que no dan rentabilidad inmediata. Es la hora de acabar con este cortoplacismo que nos asfixia. Es la hora de rehumanizarnos. Tenemos la oportunidad de volver a ser lo que pudimos ser. Estamos obligados a hacerlo.

Esta primavera de luto ha frenado el trajín habitual de nuestra vida rápida. Obligados a querernos a través de una pantalla, a cuidarnos a través de un cristal. A estar más lejos de lo habitual pero más cerca que nunca. Este virus malvado puede ser el susurro de un ultimátum. Soy optimista y por eso necesito lanzar un mensaje positivo. Paremos. Pensemos. Quemémoslo todo. Y plantemos el árbol bajo el que nuestros nietos se tumben a contemplar de nuevo las constelaciones. 

Salimos de esta.

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