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Hoy hay quienes siguen valorando que el feminismo es un antónimo de machismo inventado por cuatro mujeres y no un movimiento al que deberíamos adscribirnos todos.

Creímos que aquellos pasos eran de verdad, que si los avances tecnológicos se sucedían —y suceden— a un ritmo vertiginoso también podría hacerlo nuestra mentalidad: una vez alcanzadas las urnas la conquista de derechos sería coser y cantar. Y fue un error.

Confiamos en que las medidas que se proponían desde las administraciones serían efectivas y que una mujer no debería tener miedo cuando tomase la determinación de caminar libre, sin mirar atrás. Y fue un error.

Consideramos que se habían derribado los prejuicios, las etiquetas, las casposas e inútiles ideas que nos relegaban a unos puestos determinados y nos impedían la ambición y la satisfacción profesional, el querer más. Y fue un error.

Cavilamos que nuestras vidas, nuestros hechos, nuestras decisiones, la manera de afrontar los problemas o las oportunidades que nos brindase cada día no serían juzgados. Y fue un error.

Y fue un error porque hoy hay quienes siguen valorando que el feminismo es un antónimo de machismo inventado por cuatro mujeres y no un movimiento al que deberíamos adscribirnos todos para acabar, precisamente, con su oponente léxico que es la verdadera lacra y uno de los obstáculos que impide el desarrollo de esta sociedad del siglo XXI, una sociedad donde la igualdad sigue siendo más ficticia que fáctica. También porque aquellas que se atrevieron a dar el paso de denunciar, que pusieron distancia con todo lo que las asfixiaba, literal y literariamente, se encontraron con la lentitud e inexactitud de la burocracia y entonces cayeron en la cuenta de que jamás podrían perder de vista lo que pasaba a sus espaldas.

Además, fue un error porque hay anuncios que nos siguen recordando que el espacio en el que mejor nos movemos es la cocina y desde allí fomentaremos el objetivo conservador e impuesto de cuidar y cuidarnos, explicando cada uno de nuestros pasos, justificando las acciones que llevemos a cabo y, llegado el caso, autocensurándonos porque salirse del tiesto no está permitido.

Hemos caído en todas las trampas de una sociedad que parece que no nos quiere dejar ser (ni libres, ni iguales, ni independientes, ni valientes) y que prefiere que lo nuestro se limite a estar. Estar. En silencio. Por eso tenemos que alzar la voz, pues necesitamos gritarle que es ella, en su conjunto, la que se equivoca porque mientras nosotras restamos —45 en lo que va de año y en el momento de escribir estas palabras—, todos, sin distinción, estamos perdiendo.

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