Una corrida de toros en la plaza de Jerez, en una imagen retrospectiva.
Una corrida de toros en la plaza de Jerez, en una imagen retrospectiva. JUAN CARLOS TORO

Mi padre vio a Manolete meses antes de morir. Lo vio cuando no había acabado de cumplir cuatro años y mientras sobrevivía arrumbado en un cortijo de Arcos, al cuidado de unos rancheros, porque mi abuela no podía sacarlo adelante.

Recuerda ver llegar en coche a un Manolete fantasmagórico vestido de blanco..., tanto o más que al hambre, esa que se abre paso en las tripas; como tampoco olvida la noche que se gritó por los campos que un toro había matado al torero en Linares. De esos años bárbaros mi padre heredó la fuerza que todavía hoy lo mantiene en pie como a un niño y la afición por los toros..., acaso la única afición que tenía al alcance de la mano en esos años de posguerra y barro.

Sin la posibilidad de coger un libro, de ir a un teatro, de correr detrás de una pelota siquiera..., lo único que le hacía sostenerse en el mundo, el mundo de entonces, era seguir las conversaciones taurinas de los pocos hombres felices que se salvaron y soñar –como sueñan los animales– con la única vía de gloria que dejaban a mano: convertirse en un afamado torero o morir de asco.

Ni una cosa ni otra. Trabajó hasta partirse el espinazo como los toros bravos; entró al trapo cuando no hubo más remedio y lidió con los reveses que la vida le fue reservando; todo mientras la nueva España, enclaustrada en sí misma, se esforzaba en seguir ofreciendo por los rincones de su territorio y a precio de saldo su mitología de estraperlo.

Con los años llegué yo y conmigo mañanas primaverales de cortijo prestado y toro de Osborne hecho carne; mañanas de amapolas pasajeras y de vacas bravas; amaneceres de alambre y caracoles urgaos que me chillaron recuerdos de viejas hambres y de algodón áspero que tuve la suerte de no padecer; conmigo y mis hermanos llegaron mañanas de campo verde que curaron, sin que lo supiera mi padre, heridas que se habían quedado abiertas.

Y mientras cicatrizaban el toro siempre estuvo presente..., como una de esas oscuras y heladas sombras venidas de lejos que son capaces de detener el paso de los hombres; presente en domingos de televisión y merecido descanso o en aquella burlesca corrida de bombero torero que era la única que mi padre era capaz de costear y ofrecernos en una feria que siempre se le hacía condenadamente larga.

Presente que fue reduciéndose, a marcha forzada de pasodoble, a lo puramente esencial..., sin necesidad de decorarlo con las hojas sueltas de los aplausos que guardábamos bajo la mesa del teléfono, sin el ansia de otro nuevo San Isidro, libre del automatismo visceral que le obligaba a colgar láminas de jóvenes toreros en la pared del trastero. El pasado quedó atrás..., tiempos pretéritos que a veces, como el triste fantasma de Manolete, se hacen de carne y hueso para acabar convertidos en una tarde más de toros..., ya sin los instintivos oles que solía lanzar al ruedo y con su pañuelo blanco, inocente, que nunca más sacará del bolsillo.

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